Por Bea Bosio (beabosio@aol.com)
Dicen que a Don Julio Correa desde niño le gustaba observar a la gente. Revoltoso y travieso, era de puño fácil cuando se trataba de solucionar injusticias y eso le exponía a la reprimenda constante de sus maestros. Tenía una marcada tendencia de empatizar con los más débiles desde siempre y de entender sus ansias, glorias y sufrimientos. Don Julio no venía de abajo, pero era sensible con la gente del pueblo. Había crecido en un ambiente opulento porque su padre –Don Eleuterio, inmigrante portugués– ocupó puestos importantes en la post guerra del 70, pero esa bonanza acabó cuando Eleuterio falleció en París en 1913.
Todos dejaron Paraguay luego de esa muerte, pero don Julio quiso quedarse y se asentó en la quinta familiar de Luque, último vestigio de aquella opulencia de antes. Pronto se enamoró de Georgina Martínez y se casó con ella una fría mañana de julio, de 1920. (Georgina desde ese entonces sería su gran compañera de vida para siempre).
A Don Julio le gustaba hilar palabras en poesía, aunque alternaba su amor a la escritura con los trabajos burocráticos que ponían pan sobre la mesa. Cuentan que era tal su compulsión por las letras, que cuando trabajaba de inspector municipal llenaba de octosílabos el dorso de las papeletas. Tanto que los infractores se negaban muchas veces a aceptar las boletas, aduciendo que no valían ¡por estar inundadas de poemas!
Era frecuente verlo tomar el tren en medio del alboroto de la estación luqueña y viajar con la gente humilde que iba a la capital a vender los frutos de la huerta. Don Julio era de temperamento tímido, pero le gustaba conversar en esos viajes con los agricultores y las yuyeras. Con ello iba tomando el pulso del pueblo: El guaraní fluido en los pasillos, los dramas del universo campesino y la guerra inminente con Bolivia, que iba acrecentando la amenaza a medida que corrían los días. En el tren y en las calles se sabía que la movilización de las tropas era total en los sectores más pobres, mientras que en el círculo de la gente acomodada comenzaban las excusas para no marchar por la patria. Muchos hombres pudientes pagaban una cuota de redención mensual para no enfrentar el fragor de la batalla.
Don Julio –creativo como era– no tardó en plasmar aquel malestar social en forma de una obra de teatro. Basado en lo que oía, escribió la historia de Juan, campesino patriota que va a la guerra y vuelve herido, mientras que el hijo de su patrón se esconde y usa sus influencias para no pelear, y además acosa y trata de seducir a Dominga, la amada de Juan. La obra fue plasmada en guaraní, porque sintió que no podía ser de otra manera, y la llamó Sandía Yvyguy (sandía enterrada) porque así le decían a aquellos que se escondían para no ir a la guerra.
Al primero a quien se la leyó fue a Facundo Recalde, poeta y amigo, dueño del diario donde Correa escribía. Recalde lo escuchó sin decir palabra y cuando Julio terminó exclamó asombrado:
–¡Es Perfecta! –Y le intimó a ponerla en escena de inmediato.
A Julio se le abrieron los ojos de la sorpresa e hizo un gesto desdeñando la idea, pero Recalde persistió y fue tal la insistencia, que una cálida noche de enero –arrancando el año 33– en el Teatro Nacional –hoy Municipal– se dio el estreno. Correa no solo estaba presentando la obra en guaraní, sino que había reclutado a los actores entre la misma gente de pueblo, y por supuesto que el éxito fue rotundo y completo.
¡Por fin el pueblo se veía en las tablas, por fin encontraba en alguien su eco! De pronto el teatro no era un género lejano de problemas ajenos y se volvía cotidiano y humano. Sangrado y perfecto. El guaraní escénico empezó a viajar con Don Julio y su troupe a los confines más humildes de la patria y era todo tan real que muchas veces los espectadores se acercaban al dramaturgo para preguntarle si lo que habían visto en el escenario era cierto. Su público lo seguía con tal afecto, que frecuentemente colaboraba de manera activa con los artistas, como la vez en que necesitaban para una obra una escopeta y un cuchillo, y al correr la voz en el pueblo, aparecieron frente a su tienda 60 escopetas y 100 cuchillos.
Con esa popularidad absoluta, fue la solución perfecta cuando acabó la guerra: Dicen que al terminar la contienda del Chaco, los soldados estaban acuartelados esperando ansiosos el Desfile de la Victoria para poder regresar a sus casas luego de una larga ausencia. Como aumentaba el descontento en la espera, el Coronel que estaba a cargo –Félix Cabrera– llamó a Don Julio Correa. Cuentan que los soldados, felices, “rodearon su tosco tablado y bajo la tienda hecha con ponchos y mantas” olvidaron la espera, aplaudiendo extasiados noche a noche, bajo un cielo victorioso rebosante de estrellas.
*Don Julio falleció joven, a los 63 años, pero su legado fue infinito. Este domingo –30 de agosto– se conmemoran 130 años de su nacimiento. El anecdotario de esta crónica está basado en el libro de Erasmo González sobre la vida del artista y en colaboración con la escritora Mara Villalba. La ilustración es de Yuki Yshizuka.