POR OLGA DIOS, olgadios@ gmail.com 

“Hay que estar siempre preparado para las mayores decepciones que quepa imaginar; y dentro de esas decepciones hay que hacer sitio a la alegría, sí, a la alegría. Porque la alegría es mi responsabilidad como ser humano. Es la fundación de mi naturaleza”.  

Esta semana cumplimos 100 columnas. Nos faltan unas semanas más para los dos años; pero me gustó esto del número redondo: cien. Cien semanas de compartir libros que nos gustaron o nos conmovieron, libros que nos tocaron. Y quería simplemente agradecerles por acompañarme en este viaje, por eso elegí “para celebrar” un libro hermoso que leí hace unos meses, y que me parece más antidepresivo que nada. Desde el título, obvio. Ojalá tenga un efecto parecido en ustedes. Alegría. 

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Luego del éxito de su anterior novela –“Ordesa”–, Manuel Vilas sorprende con un texto “a mitad de camino entre la confesión y la autobiografía”. Y no se aleja de esa profunda, descarnada, autoficción que cautivó a sus lectores, quizás porque en medio de tanto sensacionalismo queremos algo real, algo humano, y Vilas encuentra eso en el tema de sus libros: el amor filial. Vilas recuerda con dolor a sus padres ausentes, con tanto amor y devoción que uno no solo se conmueve, levanta el teléfono y llama a sus padres, o a sus hijos. Y se pasa subrayando frases y reflexionando sobre ellas. 

Un hombre en la mitad de la cincuentena arrastra años de una depresión crónica, que sufrieron, antes que él y con menos diagnóstico, su padre y su abuelo. El recuerdo de su pasado, el de su generación y el de su país, y las ilusiones a futuro sobre la vida de sus hijos, el amor que siente por ellos, transformado en alegría. El amor con su actual pareja, la otra alegría que lo envuelve. La historia, el recuerdo, duelen, pero acompañan. Lo acompañan en una gira mundial de promoción de su libro. Y allí, en esos hoteles, es donde el autor se sienta a reflexionar sobre esa búsqueda eterna de la felicidad, ese elusivo tesoro. Y se pone a rebuscar en el fondo de todo, su verdad, que recién se deja ver luego de la muerte de sus padres, su divorcio y un nuevo matrimonio. Una vida en la que sus hijos son el centro, el motivo por el cual eso de encontrar la felicidad, más que una asignatura pendiente, se vuelve una urgencia. Por ellos. Debe ser feliz por ellos. 

Y su verdad, sus recuerdos, le van mostrando la luz al final del túnel: la felicidad es un concepto demasiado grande, pomposo, hasta arrogante. Da miedo. La alegría, en cambio, es más de entrecasa, la alegría aparece por momentos entre lo pequeño, se cuela entre un desayuno en pijamas, un beso robado o regalado, según la ocasión, la alegría de ir de viaje con su hijo y que les guste la misma cadena de comida rápida, el gozo inmenso que siente al comprarle un abrigo. La convicción plena de que en cada sonrisa del chico está contenida toda su alegría. 

O quizás, también, la sensación de triunfo al vencer a la tristeza. De robarle esos pedazos de gozo a la vida, de haber sufrido tanto, de haber perdido tanto, de haber sentido que hasta la esperanza se le moría, para salir, de este lado del túnel, como un hombre común y corriente, un hombre que pagó su condena y es capaz de vivir con ilusiones, de experimentar esa alegría a pesar de todo. De sentirse, de verdad, en el fondo de su corazón y en el verdadero sentido de la palabra, un Ganador. 

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“Todo aquello que amamos y perdimos, que amamos muchísimo, que amamos sin saber que un día nos sería hurtado, todo aquello que, tras su pérdida, no pudo destruirnos, y bien que insistió con fuerzas sobrenaturales y buscó nuestra ruina con crueldad y empeño, acaba, tarde o temprano, convertido en alegría”. 

Etiquetas: #Manuel Vilas

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