Por Ricardo Rivas
Periodista Twitter: @RtrivasRivas
La mañana de este viernes que no durará mucho más que hasta la medianoche amaneció muy fría. Poco antes de la salida del sol, el termómetro, impiadoso, marcó -2°. Evité saber la sensación térmica. Cuando faltaban minutos para las 8 de la mañana salí a caminar. La playa desierta atrae. Silencio, viento cortante y olas que se destruyen –como muchos sueños– al llegar a la playa, suelen ser vectores adecuados para dejar atrás la aislada realidad que nos enclaustra desde 141 días.
El horizonte, que como contaba Galeano, se aleja un paso cuando damos cada paso para alcanzarlo, atrae más por lo incierto que en él reside, que por la certeza de saber que está, aunque no lo veamos. Algunas gaviotas ensayan vuelos rasantes sobre el mar y picadas sobre la rompiente en procura de alimentos. Mis ojos se posaron sobre un caracol grisáceo semienterrado. Los recuerdos me llevaron a pasar de nuevo por mi corazón aquella charla que alguna vez mantuve con don Benjamín Sisterna que, para muchos, fue un cazador de caracoles y para mí, que lo conocí en el transcurso de una charla a fondo sobre su vida, es quizás el último de los aristócratas que se debatía entre el ser y el deber ser. Imagino que siempre fue un apasionado coleccionista de caracoles, de viejas conchas fosilizadas, a la vez que un emprendedor que, con dos socios, desde Mar del Plata –unos 1.670 km al sur de mi querida Asunción– logró que ciertas dulzuras llegaran hasta casi todo el planeta. La hora permitida para las salidas recreativas llegó a su fin. Regresé.
La noche hizo que don Benjamín volviera a mis pensamientos cuando ocupé la mecedora. El copón, en esta oportunidad provisto de un inolvidable Cabernet Sauvignon Block 42 2004, de Penfolds, australiano, envasado en botella común, apenas entibiado junto a los leños crepitantes, rociado con canela de Ceilán –hoy Sri Lanka– que Laura y José compraron en Jaima Alkauzar, cuando viajaron a Oriente Cercano en el 2018, disparó las reflexiones que se centraron en Zamboanga, una península en Filipinas, a la que, para llegar, es necesario recorrer 16,548 km hacia el oeste.
Sisterna, nacido en Santa Fe, en 1931, tenía apenas 17 años. Vivía allí con su madre y dos hermanas. Un hermano mayor, cumplía con el servicio militar en la marina. Desde Comodoro Rivadavia, en la Patagonia argentina, ciudad petrolera, aquel joven envió a su familia un caracol con una pequeña y sencillísima carta: “Recuerdo de cuando en su busca andaba por las orillas del mar”. Así, en tono serio y monocorde, Benjamín nos contó a Andrés “Cacho” Salvia –un enorme camarógrafo, amigo increíble y maestro del que aprendí muchísimo– y a mí, que aquel envío, en alguna forma, lo marcó para siempre. “Para mi familia era solo un caracol ese recuerdo de mi hermano el marinero. Pero, para mí, tenía un atractivo especial. Desde ese momento, donde veía un caracol, trataba de obtenerlo”. Trajeado.
En ese mundo que construyó en torno de los caracoles, agregó que “un año después” viajó a Buenos Aires y que, en su ligero equipaje, con él llevó “en una cajita de zapatos, siete caracoles” junto con el que envió su hermano. “Fue el comienzo”, sentenció. Ya sabía entonces que aquel recuerdo era una “voluta brasiliana”. Como lo hicimos seguramente nosotros, nuestras hijas e hijos, nuestras nietas y nietos, Benjamín Sisterna recordó que “cuando lo acercaba a mi oído soñaba con que de su interior salía el rumor de las olas”. Fantasías humanas desde todos los siglos. Seis años después, migró una vez más para instalarse definitivamente en Mar del Plata. Fueron años de esfuerzos para construir una familia, desarrollar una empresa y profundizar en ese fanatismo por los caracoles que devino en obsesión o en hobby, como el mismo lo definió, aunque admitió ser un fanático que “no mengüé nunca” porque “fue cada vez más” ya que, “56 años después de coleccionar, me doy cuenta de que estoy tan ávido como nunca de obtener alguna pieza nueva.
Mis viajes para vacaciones, cada año, son siempre mirando que los destinos elegidos sean zonas costeras para recorrer las costas, las aldeas de pescadores o visitar a otros coleccionistas con los que pueda hacer algunos canjes o algunas compras”. Aquella charla, en el corazón de su colección, fue esclarecedora. El dilema del ser y el deber ser estaba frente de mí. Un emprendedor que contenía su pasión de coleccionista para desarrollar aquello que era para él, sus socios y sus familias, la consolidación patrimonial. “Visité las colecciones más grandes en el mundo”, dijo Sisterna con moderación en la palabra y austeridad en los gestos. Sonó como el prólogo de un gran anuncio. “Debo admitirlo –dijo– creo que no exageran los que sostienen que me convertí en el coleccionista más grande del mundo” y, sin agrandarse ni un poquito, aseguró: “Es una sorpresa y un orgullo a la vez porque nunca me lo propuse. Para mí, coleccionar caracoles, es un hobby. Una chifladura, nada más. No soy científico, pero mi colección, compuesta por más de 50 mil piezas, que reconozco una por una. Incluso, sé si traigo o tengo alguna repetida porque descubro que son más grandes que las que tengo, más bonitas, que tienen mejor color, que son más perfectas”. Hizo silencio. Esperaba más de mi curiosidad. “Hablemos de Filipinas”, propuse. Apenas levantó sus ojos para mirarme. Sabía que –hasta aquella tarde invernal, cuando promediaba tal vez, 1988 o 1989– aquel cazador de volutas, de caracoles, había dado la vuelta al mundo en 25 oportunidades.
“Viajé tres veces a Zamboanga”, una península en Filipinas, con cerca de un millón de habitantes, fundada en 1635 por militares colonialistas españoles. Allí se habla español criollo o chabacano, como llamaron los jesuitas a aquella lengua mestizada con vocablos españoles y dialectos locales. “Supe que allí había un coleccionista muy viejito al que llamaban don Ignacio. Lo visité. Descubrí que tenía una tridacna squamosa que, según su dueño, era la más grande del mundo en aquella variedad. Sin vueltas –admitió Sisterna– le pregunté que tendría que hacer para tenerla, que quería a cambio de ella pero, don Ignacio, sin dudarlo, fue claro: ‘Nada. Como es única, es de mi familia o es de Filipinas. No se la puedo cambiar por nada’”. Don Benjamín dejó aquella península en silencio, pero se prometió volver para intentarlo nuevamente. “Dos años más tarde, regresé con el mismo resultado y, lo mismo me pasó en un tercer viaje en el que, sin embargo, percibí que el viejo Ignacio estaba muy deteriorado y que su voz era, en cada nueva reunión, más apagada. Sin embargo, insistí. ‘Usted me puede ofrecer lo que quiera pero no lo aceptaré porque esta, es única. Quedará para Filipinas’. Fue su última palabra. Una vez más dejé atrás Filipinas con sabor a frustración. Antes de despedirme del coleccionista y de Zamboanga, les ofrecí, incluso, pagarles un viaje a París, un viejo sueño que tenían don Ignacio y su mujer a cambio de aquella pieza. No los pude convencer”. Perseverancia, obstinación, obsesión, constancia. Cada una de esas palabras, bien diferentes por cierto, tenían algo de sinonimia, en este caso.
El relato dio lugar a una pequeña pausa que concluyó con la voz serena de Sisterna. “Unos tres meses después de regresar a Mar del Plata, por correo recibí una notificación de la Aduana para hacerme saber que debía retirar una encomienda. Era una caja grande. Intrigante. No esperaba nada del exterior por aquellos días. La abrí con curiosidad. Enorme fue mi sorpresa cuando leí una pequeña nota escrita por una mano claramente temblorosa: ‘Querido Benjamín. Sé que mucho la querías. Te la regalo’. Firmaba Ignacio. Saqué con cuidado extremo cada papel de seda que protegía el envío y mi sorpresa fue enorme. Allí estaba, sobre mi escritorio, la tridacna squamosa por la que tanto bregué. La observé durante horas”. Antes de terminar la charla me confidenció que por aquellos días su objetivo era “conseguir una pieza única que sé que es de Panamá. Después que la consiga no buscaré ninguna otra pieza más. De esas, solo vi tres en treinta años. Es la que me falta en esta colección que no venderé ni legaré porque se la dejaré a mis hijos. Es de ellos”. Nunca más volví a reunirme con Benjamín Sisterna. Falleció en 1995. Un grande, un emprendedor, creador – junto con sus dos socios– de alfajores Havanna. Sin dudas, el único y último de los aristócratas que el oficio de periodista me permitió conocer.