Un confuso crimen en el 2005 tuvo como víctima a un gerente de Itaipú. No tenía deudas pendientes en aquel tiempo, enemigos o alguien que lo odiara, no al menos hasta aquel día. Solo quería regresar a su casa después de una larga jornada. Su asesino lo aguardaba, agazapado fuera de la oficina.
Por Óscar Lovera Vera
Periodista
Quince minutos de las cuatro de la tarde, puntual. Así Juan Antonio Agustín Almada Peralta supo que su larga jornada de lunes terminó, era el 21 de noviembre del 2005; para precisarles. Una semana larga se había terminado, muchas reuniones, viajes largos y tediosos.
Este hombre tenía 50 años y era gerente de materiales de la hidroeléctrica Itaipú. Vivía en el área 1, en la manzana E de Ciudad del Este, a más de trescientos kilómetros de la capital del Paraguay.
Era ingeniero senior 3, según la categoría administrativa que le otorgan en la hidroeléctrica Itaipú, en el lado paraguayo. Llevaba mucho tiempo trabajando en la entidad binacional y le asignaron una tupida agenda de trabajo en Asunción, para lo cual debía viajar. Juan no haría ese viaje sin antes cerciorarse que –al menos– en esa semana de trabajo en la capital haría su descanso en una propiedad que tiene a 60 kilómetros de la oficina capitalina, acostumbrado a los viajes largos, comparado, esto era un paseo.
Aquel día de noviembre estuvo ajetreado, con varias reuniones gerenciales dentro del edificio que la binacional tiene en el barrio Las Mercedes de Asunción.
Terminó algo cansado de ese ritmo. Solo pensó en llegar frente a su automóvil y conducirlo hasta su casa, en el departamento de Cordillera. Sabía que el trayecto le llevaría más de una hora, pero a la vez le resultaba relajante.
Tomó sus cosas, llave, billetera y su agenda. Marcó su salida y se dirigió a la garita principal para finalmente cruzar el límite a la libertad de esa jornada. Se despidió del guardia, le deseó buen resto de jornada y ladeó su cuerpo en dirección al sitio donde estacionó su vehículo, a unos cien metros del edificio. Lo aparcó en las calles Las Residentas y Juan Manuel Frutos. El viento cálido sopló tenue y eso le resultó agradable, para él en los detalles pequeños estaba la libertad de sentirse recuperado de una agotadora labor.
UN VIAJE PLACENTERO…
El pitido de la alarma desactivó las cerraduras de la camioneta, colocó dos maletines en la parte trasera. Bajó unos calzados deportivos sobre el asfalto, necesitó algo más cómodo para conducir. Sería poco más de 60 kilómetros para llegar a su destino.
“¡Listo!”, dijo Juan luego de bajar la puerta trasera. El click de la cerradura le marcó el momento de llegar al sitio del conductor, abrió la puerta y en ese mismo instante escuchó que un automóvil se detuvo detrás suyo. Miró al frente, al vidrio, esperando ver si lograba reconocer a quien se detuvo.
Nadie aún bajaba de ese coche, y más aún le extrañó que no avanzaba en su marcha, si no tenía cuentas con él debía marcharse porque estaba obstruyendo la circulación. Y aunque nadie aún pedía paso, era cuestión de tiempo. Las Residentas es una calle estrecha y muy concurrida. Juan se mostró confundido.
Entonces no dudó más y dio vueltas, tenía ganas de exigirle al conductor que continúe con lo suyo. Era un Volkswagen, polo, de color azul oscuro. Los vidrios estaban polarizados y el motor aún en marcha. Cuando se reclinó, llevando la mano para golpearle la ventanilla, alguien finalmente abrió la puerta. Era un hombre.
“¡Estás cerrand…!”, Juan no terminó de hablar y las detonaciones de un arma se escucharon en toda la cuadra, fue una tras otra. Todas se incrustaron en el cuerpo del gerente, blandiéndolo en el aire debido a la furia y potencia de esas balas. Fue a bocajarro, lo tumbó al suelo. El asesino, sin necesidad de descender del todo, metió medio cuerpo de vuelta al auto y escapó.
Juan, malherido, llevó la mano al abdomen donde sentía dolor. Intentó reincorporarse y extendió la mano hasta la manivela de la puerta de su camioneta. No pensó en nada claro en ese instante. Entre el porqué de los disparos y buscar ayuda, las ideas confusas formaban un revoltijo en su cabeza.
Unos segundos atrás, el ataque voraz, el tiempo se detuvo para muchos. Varias personas quedaron perplejas al ver qué ocurría. Mudas, inertes, sin poder articular un solo nervio, un músculo.
Recuperando el aliento, algunos despertaron del impacto que generó el ataque. Cuando el instinto les decía que el peligro se disipó, corrieron en busca de ayuda, los teléfonos direccionaban llamadas a la policía, al servicio de ambulancia, a los bomberos.
CINCO POR CINCO
“¿Qué hora tenés?”, preguntó un hombre a otro, mientras clavó una rodilla en el suelo después de intentar mantener una conversación con Juan, él –moribundo– respiraba débil, emitía un leve chillido, apenas perceptible ante el murmullo de los curiosos.
“Las cinco y veinte…”, respondió la otra persona, todos se percataron que los socorristas no llegaban y el tiempo se acababa para Juan, por instantes se desahuciaba. Era la sangre que iba ocupando cada vez más lugar en sus pulmones.
“¡¿Y la ambulancia?!”, gritó nuevamente aquel desconocido, esta vez se dirigió a la oficina de guardia de la represa, cada vez lo veían peor al gerente.
Solo unos minutos después –pero con veinticinco minutos de retraso– a lo lejos se escuchaba una sirena penetrando el aire, cada vez más cerca su sonido irruptor se abría paso en el tráfico de media tarde. Eran los bomberos los que –al menos– lograron dar una respuesta.
Bajaron dos respondientes, uno fue a la cabeza para sujetarla y lograr controlar que no haga movimientos bruscos. El otro se encargaría de evaluar las heridas e intentar contener la hemorragia para ordenar el traslado, debían ser rápidos. “La hora dorada”, una regla en emergencias, estaba llegando al cuarto de su tiempo y no podían gastar un segundo más.
Aquello implicaba los sesenta minutos después de ocurrido un accidente, un percance y su respuesta médica. De superar ese tiempo y no administrar la asistencia –de acuerdo a la complejidad–, el paso de la vida a la muerte era seguro.
“Aún respira, es débil, pero se palpa. ¡Brítez, el saturómetro, pásame!”. Los bomberos buscaban medir la saturación de oxígeno en la sangre. Sabían que la pérdida era demasiada, pero debían establecer en qué momento se encontraban.
“¡Frecuencia 150 por minuto, pulso débil!”, dijo el segundo evaluador de los rescatistas.
“¡Apósitos, y uno más!”, se escuchó decir a otro bombero que intentaba contener el irremediable desangramiento de Juan, era cada vez mayor y su palidez incrementaba la preocupación. No había un minuto más de invertir, llegaron al máximo. Los disparos provocaron tantas vías de desangro que no tenían equipos suficientes, no era momento de una maniobra más que subirlo a una tabla espinal, camilla y conducir a contrarreloj hasta el hospital.
Lo subieron a una camilla y luego a la ambulancia. Se hicieron lugar sobre la avenida España, a prisa, con rumbo al entonces Hospital de Emergencias Médicas.
El vehículo de los socorristas se detuvo frente a la puerta que se abanicaba con cada ingreso, la camilla fue como ariete golpeando fuerte y haciéndose paso. Una voz fornida se impuso en la sala de urgencias, alertando a todos la complejidad del herido.
“¡Herido con arma de fuego, sexo masculino, de unos 50 años! ¡Varios proyectiles, tres en el pecho y uno en la cabeza, zona frontal! ¡Presión arterial ¡Intubado y con ambú, doctor!”, el bombero iba dictando su reporte prehospitalario.
Juan sentía que el oxigeno se le acaba, desesperado insuflaba aire, pero sus pulmones colapsaron, no había cabida para más vida. Sus ojos se iban cerrando con peso. En la sala de cirugía la respiración resultó imperceptible, su alma iba dejando el cuerpo.
El acero del bisturí abrió paso al último intento médico, la máquina lanzó un alarido mecánico. Fue el sonido de la agonía.
Pese a los esfuerzos, Juan había muerto. Un shock hipovolémico.
RASTROS EN LA PARED
Con la muerte de Juan, la policía de homicidios asumió el caso. Convocaron a los agentes de la capital y como primera orden pidieron cercar en un radio de 30 metros, pasó mucho tiempo y la escena se había contaminado. Con suerte encontrarían algún rastro que permita entender lo que había pasado.
“¿Qué tenemos?”, preguntó el oficial Micher Aquino, el experimentado inspector estaba a cargo de levantar las pesquisas. Tenía la ayuda de un policía de menor rango que estuvo observando el lugar y prestó atención en el muro, a un costado de la calle donde aparcó Juan.
“Tenemos dos orificios en ese muro, oficial. A simple vista parece una pistola calibre 9 milímetros. En el hospital precisaron que al hombre lo hirieron con cuatro balazos, con estos son seis. Hay dos casquillos en el suelo que confirman la teoría del arma. El que lo mató, falló primero, pero luego se aseguró que no viva. Fue muy certero”.
“¿Cámaras de seguridad?”, preguntó nuevamente Micher.
“No señor, en la cuadra nada”.
“¿Alguna de la entidad?”, insistió el inspector.
“Solo algunas, pero instaladas en el interior de la garita de control. Nada que apunte y menos que capte a cien metros”.
Micher quedó suspendido en su incertidumbre. Tenía a un funcionario de rango de una hidroeléctrica, no le robaron nada –al menos del vehículo–, ni la billetera. Usó un arma semiautomática y actuó sin temor, fue por la tarde y con el sol de espectador.
Las interrogantes eran varias, no tenían pistas y los rumores comenzaron a llegar. Una venganza, una deuda, una relación sin cicatrizar…
Continuará…