Con su novia sangrando en la parte trasera del auto, Héctor dejó atrás el rapto que habían sufrido. Debía socorrerla lo más pronto posible y solo contaba con algunos minutos. La Policía comenzaría con una investigación que conduciría a una conocida banda de criminales.

Por Óscar Lovera Vera

Periodista

Cinco minutos de oro. Los neumáti­cos derraparon en el estacionamiento del Hospi­tal IPS - Ingavi. Héctor bajó con un sólo propósito: verla a Verónica con los médicos, lo más pronto posible. Sabía que los cinco minutos des­pués del disparo eran vita­les para lograr que se salvara.

La tomó en sus brazos y cruzó la puerta de urgen­cias.

–¡Nos asaltaron y le dispa­raron en la cabeza, doctor! Dijo Héctor entregando a su novia a los médicos.

La camilla, ruidosa, comenzó a rodar hasta la sala de cirugías. El médico se colocó el atuendo para operar, mientras su asis­tente le relataba lo que veía en la herida.

–Paciente femenino, de aproximadamente 25 años, con herida de bala en el crá­neo. Zona parietal frontal derecha, habría atrave­sado el cráneo con orificio de salida cerca del cuello.

La intervención fue solo para estabilizarla. Final­mente la complejidad no les permitió intervenir, la con­tención era lo único a lo que podían aspirar. El médico firmó una orden de tras­lado hasta el Hospital de Trauma, en la capital. Ahí contaban con las herra­mientas para intubarla y contener la hemorragia.

ESTAMOS CERCA

La ambulancia iba lo más rápido que podía, a todo dar la máquina –pese a sus años– era sobreexigida por el paramédico. Las deste­llantes luces de la baliza y la sirena hacían paso refunfuñando con el cla­xon de aquella batallante Toyota albiverde.

En la cabina, Verónica seguía con el pulso débil. La puja con la muerte era dura, recia y no estaba dispuesta a ceder. Veró­nica tampoco, había perdido mucha sangre pero sus ganas de continuar con vida se notaban en las pul­saciones que seguía mar­cando en la máquina, su frecuencia cardíaca era errante pero el paramé­dico ponía todo el empeño sosteniendo la bolsa-vál­vula-máscara, y dándole la respiración manual y arti­ficial que requería. En fre­cuencias lentas y repetiti­vas, la bolsa insuflaba el oxígeno que necesitaba, el aliento de vida que reque­ría hasta llegar al hospital. Estaban a pocos minutos, habrían cruzado el límite entre las ciudades de Fer­nando de la Mora y Asun­ción, los separaba poco menos de cinco kilómetros.

Los semáforos solo conta­ban como decoración, no existía forma alguna de aminorar la velocidad. La fuerza que le imprimía el conductor iba conducente a acortar el momento crítico que atravesaba la joven.

–Resistí Verónica, ya vamos a llegar… –decía el técnico mientras volvía a cerrar la mano –lenta­mente– sobre el respira­dor manual.

La frecuencia cardíaca comenzó a caer con velo­cidad. De 150 FC pasó a menos de 90 FC e iba en descenso. El paramédico intentó una y otra vez, adrenalina, y otra vez la insuflar oxígeno. Una y otra vez.

La ambulancia logró cru­zar la avenida Juscelino Kubitschek, seiscientos metros los separaban de destino y lograr tener espe­ranzas para salvarla. La máquina emitió un pitido, fue el final del camino.

Verónica murió. El shock hipovolémico marcó el des­tino, la cantidad de sangre que perdió fue determi­nante y no lograron sal­varla.

Aquellos criminales la mataron y escaparon, solo eso retumbaba en la cabeza de Héctor cuando recibió la noticia. No se percató que aquel disparó le atravesó el hombro, y sangraba por debajo de su camisa. Toda la adrenalina, la tristeza lo sedaron por completo.

Le resultó incomprensible lo que estaba viviendo; en qué momento se había ter­minado todo. Mataron a su novia por nada.

UN RETRATO

No había de qué tomarse, eran épocas aun comple­jas en la investigación policial. No todos conta­ban con cámaras de segu­ridad, y encontrar una que haya tomado el momento justo, con la iluminación adecuada fue estéril. No encontraron una.

Había que recurrir al viejo método, el retrato hablado.

Para ese entonces el comi­sario Antonio Gama­rra lideraba la oficina de investigaciones en la Gran Asunción, su segundo fue el comisario Arsenio Correa. Ambos venían de seguir los pasos a Amado Ramón Benítez y su banda de asal­tabancos y caudales. La experiencia podría sumar para resolver la incógnita sobre la pareja de asesinos o un grupo importante de asaltantes que buscaba financiar sus golpes con secuestros rápidos como el que pretendieron hacer con Héctor y Verónica.

Sabían que el método de identikit al menos aporta­ría una cercanía con el ros­tro de los asesinos y el único que los vio fue Héctor. La calle Bartolomé Ruíz e Yvyraró fue la escena del disparo, la revisaron varias veces, en el día y durante la noche. Sin otros testi­gos más que la pareja de Verónica.

–Está difícil, pero no es imposible, mencionó Gama­rra, un policía de poco hablar, de palabras trilla­das e inteligencia difícil de descifrar, por lo oscura y eficiente a la vez. Criticado por un pasado nebuloso pero nunca confirmado, envuelto en mitos de una foja intrin­cada. Pero no pasó más allá que eso, de una fama que nadie lo pudo probar.

Mientras el bocetista de la Policía escuchaba a Héctor nombrar cada detalle del rostro que tenían los ase­sinos, la Policía de homi­cidios se sumó al trabajo que inició Gamarra. Estos eran agentes de la capital que tenían una pista que conducía a una banda de ladrones dedicados al robo de automóviles, bancos y cajeros electrónicos. Tra­bajarían sobre dos bases, y esto coordinaría allana­mientos en serie buscando dar con los integrantes de esos grupos, fueron pocos los que quedaban ope­rando e imitando el estilo de Amado Ramón Benítez; al que consideraban el zar en esta forma de atraco.

UN MES CON DUDAS

Aquel tendal de operacio­nes fue estéril, no tenían el resultado que esperaban y los cabos sueltos no encaja­ban. El boceto dibujado con el programa informático era la única vía que tenían para llegar hasta los ban­didos. Los medios reporta­ban a diario la necesidad de información, lo carente de pistas que estaba la Policía y la reserva que tendrían en caso de recibir ayuda.

Una sola llamada que pudiera parir datos, solo eso aguardaban. Sentían cómo los días favorecían a los ladrones. Podrían aca­bar enterrando definiti­vamente sus rastros, salvo que hallen un atisbo de sus identidades.

El once de enero, cinco días después del asesinato, una voz –que prefirió callar su nombre– entregó la pri­mera pista. Aquello empujó la investigación al sentido contrario del que pensa­ban los policías, los lleva­ría al centro de Asunción, y no a adentrarse fuera de la ciudad para evitar ser descubiertos. Erraron en su percepción, los asesinos pecaron de confiados.

En una vivienda de alqui­ler, en la calle Paraíso y Teodoro S. Mongelós, se centraron una docena de ojos. Los agentes tomaron nota de cada movimiento que hacían las personas que ingresaban a la casa, las fotografiaron. Sus sos­pechas se incrementaron cuando uno los hombres que salió de la casa tenía el suficiente parecido con el retrato que hizo el depar­tamento de identikit.

UN ROSTRO CONOCIDO

Habían asestado el primer golpe, al menos de eso esta­ban convencidos. En la casa ocultaban armas y anota­ciones que cotejarían más tarde, algo de alivio a los tiempos de sequía. Podrían estar ante al menos uno de los homicidas de Verónica.

En los escritos hechos a mano, Gamarra notó un nombre particular: Gabriela Insfrán Giménez. Recordaba esa identidad de algún lado y para secar aquella laguna en su mente llamó a uno de sus oficiales.

–¡Rojo! Verifícame esta identidad, si tiene algún requerimiento o proceso.

El oficial introdujo el dato y a los pocos minutos apa­reció el legajo de esa mujer: “Proceso por robo agravado con resultado de muerte”. Gabriela coincidía con el perfil de los integrantes de la banda. Gente con un lado violento, de las que asaltan al azar para no complicarse, pero lo suficientemente peligrosa para matar si la situación se complica.

–Sabía que la reconocía de algún lado. A ella ya la habíamos detenido en su momento, volvió a salir… Bueno señores, tenemos a una segunda sospechosa. Organicemos otro opera­tivo para dar con Gabriela –ordenó Gamarra mientras se tocaba el poblado bigote que lo caracterizó desde sus inicios en la fuerza.

El policía desconocía que detrás de la banda, el cere­bro sería alguien a quién él conocía desde hace tiempo.

Continuará…

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