Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas

Cerca de la noventena por el coronavirus percibo que el confinamiento hogareño genera nuevas percepciones. Cada semana, por mencionar solo una, parecería tener siete domingos sin fútbol.

Rarísimo, al menos en el Río de la Plata, en donde ese deporte-espectáculo-negocio es componente sustancial de la cultura popular. Gana espacio –aunque no para todas y todos– el hábito de la lectura. También crecen múltiples nostalgias. Entre ellas, los debates en los bares; aquel pocillo de café compartido con amigas, amigos y hasta con desconocidos. Una buena parte de mi vida transcurrió en los bares. Y en las bibliotecas. El tímido sol del día 85 del “aislamiento social, preventivo y obligatorio” se derrumba. Como cada atardecer, el repaso de los sucesos cotidianos, la reflexión y los recuerdos se hacen indetenibles. Tiempo atrás, cuando comenzaba una campaña electoral, un destacado candidato presidencial, en una entrevista televisiva, así se definió: “Me siento un liberal de izquierda. Un liberal progresista”.

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HABLAR EN EL SILENCIO

Creo mucho en las libertades individuales. Creo mucho en las libertades ciudadanas y creo que el Estado debe estar muy presente para equilibrar lo que el mercado desequilibra. Así me siento. Y soy un peronista. Estoy inaugurando la rama del liberalismo progresista peronista. Alguna vez, un artista plástico me explicó que el color blanco resulta de la suma de todos los colores. ¿Qué es el blanco, entonces? ¿Todo o nada? Hablaba con nadie y en silencio. Un diccionario cercano de la Real Academia de la Lengua, al que me acerqué en procura de respuestas, me permitió saber que “ideología” es el “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona”. Otro texto me permitió recordar que en 1939, en el siglo pasado, Alex Faickney Osborn ideó una técnica para el trabajo grupal a la que denominó “lluvia de ideas, tormenta de ideas o brainstorming”.

De esas definiciones – certezas literales– nacieron dos nuevas preguntas. ¿La herramienta diseñada por Osborn para usar en equipo es aplicable a la individualidad? Cuándo estaba presto a precisar el significado de tránsfuga, un intercambio de mensajes en WhatsApp con el querido colega periodista nicaragüense Archivaldo Chow, desde Managua, nos puso a ambos en México del 2005. Eran tiempos en que trabajábamos en Xinhua, la agencia de noticias china. Por un seminario coincidimos ambos, por algunos días, en aquel país de contrastes increíbles. Juntos conocimos Taxco, la “ciudad de la plata”. Recorrimos la “calle de los muertos” en Teotihuacán. Escalón por escalón llegamos hasta la cima de la Pirámide del Sol y desde la altura observamos el entorno. Imaginamos las ceremonias rituales de los pueblos originarios que allí habitaban. Transitamos luego las ruinas de Tenochtitlán.

Recorrimos la Unam (Universidad Autónoma de México), el Zócalo, el Museo de Antropología. Leímos con hermanas y hermanos de la nación maya dos textos sagrados como lo son el Popol Vuh y el Chilam Balam de Chumayel. Nada se interponía en nuestro deseo de saber, de aprender, de conocer. Sin embargo, cuando comenté con nuestro jefe, Pan Guoyung, que me proponía visitar la casa donde vivió y murió León Trotsky, el clima social cambió. “Está cerrada. La están arreglando”, respondió. Insistí. “Queda muy lejos”, agregó. “La zona no es segura”, argumentó con la intención de disuadirme. No lo consiguió. “Pero, ¿por qué quieres ir allí?”, consultó. “Mi abuelo, Héctor Daniel, y mi padre, Ricardo, conocieron a David Alfaro Siqueiros”, expliqué. “Los relatos con las historias de aquel muralista excepcional y su compañera, Blanca Luz Brun, son parte de mi niñez y juventud.

Memorias familiares de cuando el abuelo y papá trabajaban en ‘Crítica’”. En 1932 aquella pareja estuvo en Buenos Aires protegida por Natalio Botana, el fundador de aquel diario mítico que modernizó el periodismo argentino y, por su esposa, Salvadora Medina Onrubia, una militante anarquista de singular dureza para el análisis y la acción política. Los “revolucionarios” llegaron a la ciudad, invitados de la aristocrática Victoria Ocampo, fundadora y directora de la revista Sur, en la que escribieron, entre otros, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Gabriela Mistral, Adolfo Bioy Casares, André Malraux, William Faulkner. No era una publicación revolucionaria. Tampoco anarquista. Con tanta argumentación, la visita fue autorizada con la condición de que algunos compañeros chinos, entre ellos un fotógrafo, fueran con nosotros. Llegar a la casa de la Avda. Río Churubusco 410, en Coyoacán, fue emocionante.

Aquella vivienda humilde, en la que León vivió –cuando esa calle se llamaba Viena– con Natalia Sedova por poco más de quince meses hasta que el agente español de la NKDV (servicio de seguridad soviético), Jaime Ramón Mercader del Río, lo asesinó el 21 de agosto de 1940 por orden de José Stalin, tiene un clima especial. Supongo que es el que crearon, entre esas paredes, asiduos visitantes como lo fueron Frida Kahlo, Diego de Rivera, Siqueiros –los caballeros se conocieron en 1920 en Moscú durante un congreso de la Internacional Comunista– y Brun, una poetisa uruguaya, como Botana, muy particular. El deseo imposible de haber estado entre aquellos tertulianos –intelectuales de izquierdas y revolucionarios– para encontrar respuestas a interrogantes de estos tiempos aparecía como incontenible. ¿Por qué León Trotsky, camarada de Vladimir Illich Lenín en el histórico Octubre del 17 –quien luego lo expulsara del Partido Comunista, primero, y de la Unión Soviética, después–, se asiló políticamente en México? ¿Por qué aquella doble condena leninista la continuó Stalin que lo persiguió a donde fuera? Juntos derrocaron al zar y fusilaron a la familia real. ¿Qué los desunió en tan poco tiempo? Las paredes no pueden responder.

Son muy celosas de los secretos que encierran y, en muchos casos, guardan detalles escabrosos de las y los protagonistas que otras y otros escribieron a gusto y deseo de sus propias ideologías. Algunas batallas continúan librándose en la imaginación de libertadores oníricos. En eso pensaba cuando caminábamos por el patio y jardín muy cuidados de la casa de Trotsky con Archivaldo y nuestros asombrados compañeros chinos que estaban allí para cumplir con una directiva de trabajo. Silencio profundo. Nos detuvimos frente al palomar que León cuidaba con dedicación extrema personalmente.

Los conspiranoides de entonces aseguraban que aquellas palomas eran mensajeras. También nos quedamos unos minutos frente a esa pared en la que aún se pueden ver los impactos de balas calibre 45 que, el 24 de mayo de aquel mismo año, poco menos de 30 días antes de su muerte, no dieron en el blanco en aquel fallido intento de asesinato. Los disparó Siqueiros con una ametralladora Thompson, según nos comentó un guía que parecía saberlo todo. Poco tiempo antes había llegado nuevamente a México desde Buenos Aires, donde, al parecer, había recibió la orden de Stalin para matar a Trotsky por “traidor”. Blanca Luz ya no estaba con él desde 1935. Algunos veteranos periodistas que conocí en la adolescencia aseguraban que “la orden de matar al camarada León la recibió de manos de Salvadora”. Incomprobable. Fracasado, huyó a Chile. Nunca dejó de ser comunista. El camino de Blanca Luz fue diferente.

Continuará…




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