Ese domingo, Marco se despertó con un halo de nostalgia. Por todos lados habían anunciado el Día de la Madre, y aunque él no creía mucho en el asunto de las fechas, este año le pesó el fes­tejo porque era el primero en ausencia. Alzira había dado su último suspiro en enero, pre­cisamente en Río de Janeiro y a miles de kilómetros de dis­tancia. No llegó a saber del virus que había vuelto todo tan extraño y solitario en el planeta. Si al menos pudiera llamarla. Contarle de esta locura, reír con ella en el telé­fono. Vivían lejos hace años, pero se veían constantemente y compartían un vínculo tan fuerte que desafiaba todas las distancias.

Aunque ahora se hiciera insondable el abismo que dividía la vida de la muerte.

Marco abrió la ventana del alto piso en el hemisferio norte y se dejó acariciar por el sol de la mañana. Inhaló y exhaló un par de veces. Hizo el recuento de la vida de su madre en los últimos meses. A plena vista, la sen­satez indicaba que fue lo mejor para ella que hubiera descansado finalmente. A plena vista. (Pero la sen­satez tenía esta manera de disentir con ciertos recodos de la querencia, donde des­bordaba la cordura, y en esa órbita del recuerdo la extra­ñaba infinitamente).

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Había volado al Brasil para poder despedirse de ella, y al no encontrarla de este lado de la vida, viajó en el tiempo para recobrarla en aquellos recovecos de su infancia inocente, de sus vivencias adolescentes y de aquella alma inquieta que lo llevó a montarse a un avión y marcharse. El mismo avión que desde el Galeão –y ya después de los ritos– lo trajo de nuevo al presente. A esa ciudad que había abrazado como suya, donde intentaría elaborar su duelo reconfortado en la compañía de los ami­gos. Solo que la pandemia cambió los planes y el duelo transcurrido en solitario a veces pegaba el doble.

¿Qué quedaría de ella en el espacio infinito que unía el mar con el horizonte?

¿Será que lo vería, ahí parado en el balcón recordándola como siempre?

¿Será que todavía existía algún hilo conector con su madre, una suerte de presen­cia que no fuera ese vacío tan inmenso de la muerte?

El silencio impávido parecía no tener respuestas esa mañana y fue un timbre bien terrenal el que lo sacó del estado taci­turno para traerlo de vuelta al presente. Extrañado, por el visor vio que era su vecina del otro lado de la puerta.

“¿Luciana?”, dijo abriendo, sorprendido por la visita en plena cuarentena.

Luciana sonrió guardando la distancia, y tan solo extendió la mano con una flor naranja.

“Esto te manda tu mamá”, le dijo de repente. Con la sere­nidad de la absoluta certeza en sus palabras.

Marco vio la flor y sintió que se le erizaba la piel hasta el alma. Luciana no sabía del impacto de aquel gesto y ni siquiera sospechaba que la flor que acababa de entre­garle a su vecino era exacta­mente la misma que Marco, en honor a su madre, llevaba tatuada. Idéntica, hasta el último detalle. Para que no quedara ninguna duda de que no estaba solo. Y que no hay muerte que separe los amores ni abismos de silen­cios que venzan la esperanza.

* Leí la historia de mi amigo Marco en Facebook el domingo pasado, que en Brasil y Estados Unidos celebraron el Día de la Madre. Esta crónica va por él y por Alzira. Por los misterios de la vida y por la magia.

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