Una vieja publicidad asun­cena de 1959 trae los recuerdos de esa misma época de nuestro gran astrónomo Blas Servín, recientemente falle­cido. Un avioncito perdido en 1975 y la contemporánea Estación Espacial Internacional hacen este “silencio en el paisaje” (6).

Es de noche y Rodrigo Ríos, uno de los “hijos del espacio” del tío Bla­sito, está haciendo, desde alguna altura de la ciudad, unas fotos de la Estación Espacial que está pasando sobre Asunción.

Por mi parte, me entra una especie de déjà vu. Amago por un segundo llamarlo para consultarle como siempre sobre algún detalle, pero no, en ese mismo instante recuerdo que tío Blasito (el tío en el afecto de todos los aficionados al espacio como yo) ya no me aten­dería el teléfono. Se había ido el día anterior del planeta tierra.

Sigo escribiendo, tratando de hilar algunos recuerdos como la última vez que me llamó a principios de febrero. Me había hablado apenas un minuto y después parecía que su voz se iba perdiendo en el espacio, tan fugaz como el paso de un cometa.

EL CORONEL INGENIERO Y LOS VIEJOS SATÉLITES

Sigo escribiendo y mirando al cielo tratando de ver la famosa Estación Espacial; los recuerdos se pasean, van y vienen por mi mente, sin tiempo.

Dicen que a mediados de los 60 los vecinos del barrio Gral. Díaz qui­taban sus sillas y se sentaban en la vereda para ver pasar satélites, guia­dos desde su balcón por el papá de nuestro astrónomo, el Cnel. inge­niero Blas Servín Ramírez, el primer especialista en telecomunicaciones satelitales del Paraguay –e quien ya les había hablado un domingo del año pasado en el artículo “Recuer­dos de la calle Tercera”–, una activi­dad barrial en una aletargada pero apacible Asunción con poca diver­sión nocturna de mediados de los años 60.

EL AVIONCITO ELÉCTRICO DC 8 DE BRANIFF

La partida de nuestro gran astró­nomo, todos los recuerdos que ello conlleva y el silencio obligado de esta pandemia me llevaron a recordar mi infancia allá a mediados de los 70, cuando recibí un regalo de parte de mi tío Víctor que residía en Nueva York. Era un avioncito eléctrico a control remoto, un Douglas DC 8 de la desaparecida Braniff; el pequeño jet se había convertido en la atrac­ción de todos los niños del barrio. Nos decían que “podía llegar a la Luna”, cosa que hizo que empiece a volar la imaginación de la “colectivi­dad infanto-barrial rumbo a la capi­tal de la imaginación”, como decía una vieja publicidad de los años 80 de la desaparecida aerolínea de ban­dera paraguaya, LAP.

Un día, el avioncito a control remoto de Braniff desapareció. Nos habían dicho: “Se fue a la Luna”, y que debe­ríamos volver a estudiar para tener buenas notas en el colegio. Desde aquel 1975 de la ida del “avioncito

eléctrico” empezamos a mirar al espacio para ubicar en qué lugar de sus famosas manchas había ate­rrizado el avión que nunca volvió, pero a pesar de todo se había que­dado en la inocencia de esos niños de barrio para siempre.

Así como a finales de los años 58 o 59, el tío Blasito y los “niños veci­nos” esperaban pasar uno de esos raros aparatos rusos –contado por él mismo en una entrevista que le hiciera Augusto dos Santos sobre aquella época de los claros cie­los de Asunción–. Nosotros, en la misma zona, pero unas décadas des­pués, los niños de mediados de los 70, entre la tele en blanco y negro, mirando algún viejo capítulo de “Tom y Jerry” o “Margarita y sus niños”, esperábamos la vuelta del DC 8 que nunca volvió, así como hoy vemos pasar por Asunción la Esta­ción Espacial y su tripulación gra­cias a los limpios y poco poluídos cielos que nos brinda “el silencio de esta pandemia”, recordando a Blas Servín que hoy ya vuela en silencio cerca de alguna estrella.

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