- Por Bea Bosio
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Nina abre los ojos ni bien empieza a clarear el día. El despertador acaba de avisarle que ha amanecido de nuevo y tiene que tomar el tren para estar en el hospital en poco tiempo. Sale del cuarto a la cocina y ve en el sofá a David durmiendo. Al lado, en la cuna, duerme el niño. David se encargó de la noche de desvelo porque para él hoy será un día más tranquilo. Hace un mes trabajan así, por turnos. Desde que se instaló la pandemia es como si el mundo se hubiera dado vuelta y luego hecho stop: dejando todo suspendido; ahí, al borde del abismo. Últimamente, los días son largos y confusos. Nina aprieta a tientas el microondas ahogando un bostezo y se acerca a la cuna donde está el pequeño para darle un beso. Luego se levanta el pelo negro que parece el mismo cielo de una noche sin luna y lo pone en un rodete para ir saliendo. Pero de pronto voltea, vuelve al sofá donde David todavía no se da por despierto y lo besa en la frente.
– Te quiero.
David abre los ojos y le acaricia la cara. Con solo mirarse lo dicen todo. Ambos trabajan en la primera línea de la zona de riesgo. Y ya no son solo dos médicos con la carrera y un juramento. Ahora hay un niño que depende de ellos. Lo saben y, por primera vez, sienten miedo. David le pide que le mande un mensaje al terminar su turno. Nina se apura porque se le hace tarde y, cuando sale, deja en el aire su aroma exótico. Cuando se conocieron en la sala de emergencias del hospital, el flechazo fue mutuo: ella era mayor que él por un par de años, con raíces en la India. Él había llegado a Nueva York desde una localidad pequeña y la ciudad fue testigo de ese amor desvelado que les fue amaneciendo entre tandoori y camillas, y vacaciones en viajes soñados: Desde el camino del inca a los paisajes del Kilimanjaro. Con certeza absoluta unieron sus vidas y la familia creció con un niño de ojos mestizos, con rizos de gringo y piel aceituna.
El niño despierta de pronto y lanza un quejido. David se incorpora, a medias dormido. Lo arrulla y busca la mamadera, y el golpe frío de la heladera lo trae de vuelta al mundo. Calienta la leche y se la entrega. El niño vuelve a cerrar los ojos y David siente envidia de la inocencia de aquel sueño que ignora terribles pandemias. Imagina a Nina en el tren con el tapabocas y sus bellos ojos negros. La valiente Nina que no puede creer cuando ve el barbijo en el reflejo de la ventanilla del tren que la conduce al mismo infierno. Tiene el alma curtida por los años de entrenamiento, pero nada de lo que vio se parece a esto. David siempre admiró la valentía con que Nina abrazó la profesión y sus riesgos. Su temple de acero. Jamás pierde la calma y transmite empatía y seguridad con la mirada. La misma que por primera vez se turbó la semana pasada, cuando firmaron un testamento disponiendo la tenencia del niño por si algo les pasara.
Al salir del abogado se estrecharon en un abrazo sentido que a ambos les partió el alma. (Habían perdido un par de colegas en esos días y debían ser precavidos). El cansancio emocional de este mes ha superado a todo lo que habían conocido. En el hospital donde trabaja David han colocado extractores gigantes para reciclar el aire y –con suerte– mitigar el virus. El ruido es tan alto que David lleva semanas afónico. Le aturden las turbinas que luchan por la vida y las alarmas de los equipos que monitorean a los pacientes conectados a los respiradores. Es un agotamiento nuevo, con visos apocalípticos. Un miedo que se lleva a la casa y se infiltra en los sueños. David piensa en su colega, que murió hace dos semanas, y los ojos se le empañan. Quiere dormir como el niño y olvidarse de todo. Escapar a la punta del Kilimanjaro y respirar el aire rejuvenecido.
Sacarse el sayo de héroe.
Ponerse el de ser humano y ser libre de nuevo.
El teléfono lo arranca de sus pensamientos. Es Nina.
– “La señora de 85 se ha salvado! ¿Podés creer? Lo logramos!”.
Dice Nina y sonríen sus ojos mientras la voz se le quiebra en un llanto ahogado. David no la conocía, pero se alegra por ella, por Nina y por todos, y siente un alivio de esperanza en medio de tanto quebranto. Cuando corta, su niño lo está mirando.
Es el futuro y sonríe.
David lo alza y lo lleva hacia la ventana, porque afuera el Sol resplandece y hoy es un día soñado.
* David y Nina trabajan en los hospitales Woodhull y Elmhurst de Nueva York, respectivamente. La angustia y los miedos de estos jóvenes padres reflejan la vulnerabilidad que está sintiendo el personal de blanco alrededor del mundo no solo en el campo de batalla, sino con respecto a sus propias familias, y la valentía diaria con que enfrentan los riesgos de contagio y muerte.