• Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

En el aeropuerto interna­cional de Resistencia, provincia del Chaco, en Argentina –415 km al sur de mi querida Asunción–, aquel domingo de varios años atrás no fue uno más. El vuelo 1.793 de Aerolíneas, que partiría hacia Buenos Aires a las 6:00, fue cancelado. El clima no era el mejor. Con la ayuda de los profes Fabio Echarri y Fede­rico Veirave, de la Universidad Pública de Resistencia, fueron días increíbles para el apren­dizaje. Una avalancha de suce­sos, datos, fechas y genocidio guardo desde entonces en la memoria.

Las referencias al octubre trágico de 1947 dejaron hue­lla en mí. Las Lomitas, Campo del Cielo, Rincón Bomba, con aquellos tres caciques – Nola Lagadick; Paulo Nava­rro, popularmente conocido como Pablito, y Luciano Cór­doba– que se pusieron al frente del originario pueblo pilagá, pero también de sus herma­nos mocovíes, wichís y tobas para resistir a la opresión y a la esclavitud, resuenan en mis oídos. Procuraba imagi­narlos, escondidos en los mon­tes para proteger de una masa­cre anunciada a una población indefensa. ¿Qué reclamaban en nombre de sus hermanos? Volví al hotel. Alquilé un auto. Aquellas localidades fueron mis próximos destinos para buscar a Nola, Pablito, Luciano y las historias de aquellos jefes heroicos de pueblos indigna­dos y engañados.

Poco menos de 420 km hacia el noroeste separan Resis­tencia de Las Lomitas. La noche se adueñaba del cielo en el momento en que llegué. El cuartel donde se aloja el Escuadrón 18 de la Gendar­mería Nacional es el conjunto edilicio más destacado. Case­río extendido. Alguna ilumi­nación pública, especialmente sobre la avenida San Martín. La coincidencia más notable con los pueblos cercanos es el silencio que se hace más pro­fundo cuando se pregunta por la masacre de los pila­gaes. Desalienta. Con la lle­gada del sol todo pareció ilu­minarse. Una anciana que ofertaba panecillos caseros en el cruce de dos caminos polvorientos, pero transita­dos, aseguró que su “mamá y mi abuela las mataron los gen­darmes. Escapé llorando. Era chiquita. Me salvó Luciano”.

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La que parecía una historia, terminó allí. Con su mano temblorosa indicó hacia dónde debía seguir para lle­gar a Rincón Bomba. Recordé que alguna vez un veterano académico en Salta, cuyo nombre perdí con el tiempo entre vino y vino, me contó que “desde Tartagal, en esa provincia, avanzado el año 47, unos 8 mil braceros pila­gás, tobas, mocovíes y wichis que trabajaron en el Ingenio San Martín del terrateniente Robustiano Patrón Costas marcharon hacia Las Lomi­tas después que los desaloja­ran de las barracas en las que los hacinaban cuando protes­taron porque les pagaron 2,50 pesos por día de zafra cuando el acuerdo era por 6”. “Muje­res, hombres, niños, niñas, ancianos, ancianas. Con los pocos alimentos que les daban los pobladores de los pueblos que atravesaban se largaron para caminar los poco más de 100 km que tenían hasta sus ranchos. Algunos cayeron para siempre en el sendero. Desnutridos y sedientos”, agregó el curtido profesor.

El avión militar artillado para matar a mansalva desde el aire…

Cuando casi llegaban en un descampado llamado Rin­cón Bomba se detuvieron. En el Madrejón saciaron la sed contenida y administrada. En silencio exudaban tristeza. Poca distancia los separaba del alambrado que los gen­darmes tendieron en torno del Escuadrón 18 para prote­gerse de ninguna amenaza. El Pi’ogonaq –una suerte de guía espiritual y chamán al que lla­maban Tonquiet o Luciano Córdoba, un pastor pentecos­tal discípulo de John Lagar, otro religioso de esa creencia que llegó desde los Estados Unidos cargando biblias– les propuso realizar rituales de sanación, orar, cantar, ofren­dar a los dioses. Los tambo­res comenzaron a sonar. Los milicos se alarmaron. La igno­rancia atemoriza. “Malón en Madrejón”, gritó un soldadito que se agarraba con fuerza de un viejo fusil Mauser de 1909.

Corrían ya los días de octubre. Los caciques Pablito Navarro y Nola Lagadick se reunie­ron con las autoridades de la zona. Desde Buenos Aires, en un tren especial con tres vago­nes cargados con ropas, algu­nas medicinas y alimentos de los cuales llegaron solo dos, “el presidente Juan Perón envió ayuda”, dijo a los líderes pila­gaes Abel Cáceres, encargado de la reducción Bartolomé de las Casas, dependiente de la Dirección de Protección al Aborigen del gobierno nacio­nal acompañado de un grupo de gendarmes armados. Los funcionarios exigieron a los originarios abandonar el lugar. Los ancianos se negaron con firmeza. La comunidad acató la decisión de los añosos. Las mercaderías cargadas en el tren asistencial comenzaron a descomponerse. La presión de los hambrientos crecía.

El burócrata Miguel Ortiz ordenó distribuir la comida podrida. En horas, cerca de un centenar de indígenas murie­ron. Algunos fueron inhuma­dos en el cementerio de Las Lomitas que luego cerró sus puertas. Las honras fúnebres mudaron a los montes. Por muchas madrugadas la mili­cada y los residentes escucha­ban tambores con los que se despedía a quienes murieron. El bosque retumbaba. Los llantos ponían letra a los him­nos fúnebres. Aquella idea del “malón” sobre la que alertó el centinela devino en rumor, en miedo, en terror, en pánico. El cacique Pablito denunció que los envenenaron. Pidió hablar con el comandante de los gen­darmes que ordenó rodear Rincón Bomba con más de una centena de soldados armados. El encuentro se acordó –aquel 10 de octubre– a campo abierto en el atardecer de aquel día. Cuando el sol se estrelló contra el horizonte, Pablito, seguido por un millar de pilagaes de toda edad y género, caminó hacia el punto de encuentro.

Nidos de ametralladoras y fusileros de Gendarmería para matar a sangre fría en Rincón Bomba.

El jefe de gendarmería no apa­reció. El segundo al mando, Aliaga Pueyrredón, ordenó abrir fuego.

Las ametralladoras no deja­ron de escupir balas por varias horas. Con sangre de pila­gás, tobas, mocovíes y wichis que cayó sobre aquella tierra reseca se formó un lodo rojizo. Los sobrevivientes se escon­dieron en los montes. La orden de perseguir y matar para “que no queden testigos” no se hizo esperar. Por ocho días la cace­ría continuó impiadosa. Pozo del Tigre y Campo del Cielo fueron escenarios de captu­ras y fusilamientos. Los gen­darmes recogieron muchos de los cuerpos, los apilaron y con gasoil los incineraron. Dos partes oficiales de la masacre dan cuenta del genocidio. El 11 de octubre de aquel año, Nata­lio Faverio, director general de la Gendarmería, informó al ministro del Interior, Ángel Borlenghi, sobre un “levan­tamiento indígena”.

Clasificó el parte como “con­fidencial y secreto”. Reportó además que se movilizaban tropas a la zona a cargo del coronel José Humberto sosa Molina. Cinco días más tarde también informó que desde la Base Aérea Militar El Palo­mar partió un avión para sumarse a la represión y que a esa aeronave, en Resisten­cia, se la artilló con una ame­tralladora Colt y que se sumó a la tripulación el comandante de la zona norte, Julio Cruz Villafañe. Alguien dijo algu­nos años atrás que un caci­que, Alberto Navarrete, repite incansable la historia visual de aquel genocidio. Tenía solo 6 años cuando su comunidad fue exterminada. No menos de 750 hermanos fueron ase­sinados y unos 300 desapa­recieron. Sabe quiénes fue­ron los genocidas. Casi todos murieron. Los que no, reci­tan la historia oficial del gran malón que nunca fue.

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