–“Ya casi está cerrando”- Me dice el guardia cuando me ve llegar. Estoy en la puerta del Museo Histórico Nacional de Río de Janeiro, y no me queda otra que implorar piedad. –“Mañana me embarco a primera hora”– alego, y él refunfuña un poco, pero me deja pasar. Llevo un tiempo queriendo ver el lugar donde está cautivo el Cañón Cristiano, tan significativo para el Paraguay. El museo es un sinfín de corredores y reco­vecos que en mil piezas históri­cas sin duda dejan ver el poderío del Brasil. Pero ahora no vine a detenerme en eso. En este museo tengo dos pendientes principales que tienen que ver con mi país: el cuadro de la bata­lla de Riachuelo y el Cañón.

El guardia malhumorado me indica con una seña un patio donde hay varias armas de gue­rra. Es un hermoso día de playa afuera y tal vez le resulte raro mi insistencia por entrar a un museo ya cerrado. No sospecha que desciendo de una estirpe de Residentas. Me pregunto si algún antepasado suyo parti­cipó de esa Guerra tan cruenta. Yo crecí con relatos familia­res en tertulias dominicales que cargaban esa antorcha.

La de un país que se hizo de las cenizas de la posguerra. La de esas tías tatarabuelas y sus anécdotas. No puedo irme de Río de Janeiro sin pasar revista a mi propia sangre y a mi propia historia.

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En el patio hay un cañón que se distingue de los otros, y de pronto me doy cuenta de que lo tengo ante mis ojos. Ahí está: Prisionero de la intem­perie, con el marcante de pieza número 44: “Cañón de bronce y hierro, Paraguay 1867. Arti­llería utilizada contra acora­zados brasileros, 12 tonela­das de bronce”. Con esa frase escueta el museo da por ter­minado el informe. Me acerco y lo observo. Lo palpo y busco más pistas. “El cristiano” –en él dice una inscripción– y en otra “Arsenal, Asunción 1867.”

Pero hay más. Mucho más. Pero hace falta recorrer la his­toria un poco para entender este trozo de orgullo nacio­nal. Hay que viajar al tiempo en que el Paraguay andaba próspero apuntando a dar el salto hacia la modernidad cuando le cayó encima la nube funesta de una Guerra que no fue Grande sino inmensa. Dicen que fue el primer país en tener una planta siderúrgica en Sudamérica. Una planta que comenzó gestando todo tipo de utensilios y acabó sir­viendo para fabricar municio­nes y cañones en la Guerra del 70. El Cañón Cristiano, aquí cautivo, es hijo de La Fun­dición de Hierro la Rosada, nativo de Ybycuí, y lleva ese nombre por haber sido forjado a punta de campanas descol­gadas de las torres de las igle­sias de la patria.

Un dibujante y técnico inglés (Michael Hunter) se había pro­puesto idear un arma capaz de arremeter contra acorazados y encorazados enemigos, y para que fuera lo suficientemente potente, propuso que además de hierro se usará el bronce de las campanas de iglesia que estuvieran rotas.

Pero no había nada resquebrajado en el patriotismo ante el rigor de las circunstancias, y cuando la idea de las campanas repicó en todo el país, desde todos los rincones comenzaron a lle­gar campanas rotas e intac­tas. Listas para fundirse en la causa nacional y alistarse en el ejército en forma de cañón: como una suerte de arma ben­dita y todopoderosa. Cuando estuvo listo –y según relatan las crónicas– fue todo un sím­bolo de esperanza y solidari­dad patriótica.

A su paso en el trayecto hasta la capital, des­pertó orgullo y alegría y su lle­gada a Asunción fue una fiesta triunfal. Hombres y mujeres corrieron a la estación de tren a recibirlo. Al día siguiente lo lle­varon a los arsenales, y cuando de ahí fue trasladado al puerto para embarcarlo en el buque 25 de mayo, “Las mujeres, las señoras y hasta las señoritas, no han desdeñado ayudar a los hombres para arrastrarlo al muelle”- según cuenta el Semanario.

Pero ni el fulgor de los meta­les ni toda la ilusión apostada pudieron con las fuerzas alia­das. Si bien en Humaitá y Curu­payty el cañón luchó con toda la bravura de nuestra raza, ter­minó derrotado en la batalla y acabó en este patio de cañones. Prisionero y lejos de su patria.

“-Yo soy paraguaya”- le explico al guardia que observa impa­ciente mi letargo, con ganas de irse a su casa. Y tal vez aque­llo le conmueve, porque es él mismo quien me lleva por el laberinto de pasillos y puertas ya cerradas hasta mi última parada. El cuadro de la batalla de Riachuelo. La batalla naval más grande ocurrida en Amé­rica. Lo miro y exhalo un sus­piro que me aprieta el alma. Inmenso e imponente como la derrota, los colores de mi bandera mancillada. Como es tarde nadie interrumpe mi tristeza, el guardia ha que­dado en la puerta y estoy sola en la sala. La imagen es tan fuerte que hasta pienso que puedo oír el estruendo de la batalla. De pronto, el silbido de un cañón ronco de fe, apunta óxido y olvido, y en nombre de Cristo dispara. Pero esta vez ya no al enemigo en los frago­res de la batalla… sino a una fuente de agua tan hermosa como impávida.

El guardia me saca del ensueño.

-“Ya es hora señora”. Le agra­dezco y me marcho. Y a medida que camino, resuenan en mis oídos memorias ancestrales de mil balas y campanas…

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