• Por Ricardo Rivas, periodista 

Aquel verano del 92, en Mar del Plata –1.670 km al sur de mi querida Asunción–, el amigo Víctor Sueiro, periodista de raza, escribía uno de sus exitosos libros: “Curas sanadores”. Nos veíamos con frecuencia desde aquellos años en que “El Gallego”, como muchos lo llamábamos, trabajaba en “Gente”. La charla compartida en algún bar era una parte importante de nuestra forma de vida. Pero el verano daba para más. Creíamos que había más tiempo cuando, en verdad, solo dormíamos menos. Un atardecer apacible, con la vista clavada en la inmensidad del Atlántico Sur, lo sorprendí comentándole que por él dejé de temerle a la muerte. Se sorprendió y quiso saber por qué. Le recordé que en agosto de 1990, cuando aún se recuperaba de aquel paro cardíaco que lo tuvo muerto unos 50 segundos, mientras compartíamos un café me aseguró que “morir es como una película en la que el protagonista inicia un largo viaje en tren sin retorno. Lloran los que lo despiden con tristeza en el andén, pero el que viaja va feliz. Hay que perderle el miedo a la muerte. Nos esperan cosas buenas”. Víctor partió por segunda vez y para siempre el 13 de diciembre del 2007. Inolvidable.

LAS MOSCAS Y LA MUERTE

Como solo podemos hacerlo los vivos, desde entonces hablar de la muerte, indagar sobre ese instante final o inicial, según se crea, no me es extraño. Aunque a muchas y muchos les incomode o incomprendan.

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Con Alberto Balán –un tipo brillante– construimos una amistad que suma poco más de cinco décadas. Estudioso, reflexivo, pensador profundo con aguda mirada crítica, es un médico apasionado. El Británico, ese bar maravilloso y con historia frente al Parque Lezama, fue escenario de alguna charla que nos acercó al dilema de si la muerte da señales de su cercanía. Tal vez, la proximidad de esa plaza que fue barraca para la comercialización de esclavos en tiempos coloniales y más acá en el tiempo es ese espacio en el que don Ernesto Sábato imaginó, cerca de la estatua de Ceres, las desventuras de Alejandra Vidal y su padre, Fernando Vidal Olmos, antes de que este se sumergiera en el averno que describe en el “Informe sobre ciegos”, el tema no aparecía como improcedente. “¿Es verdad que las moscas en los hospitales anuncian que alguien puede morir, Alberto?”, pregunté. “Las moscas, de todo tipo, todas, siempre están donde la muerte acecha”, respondió. “Inexplicablemente, superan todos los obstáculos que presentan los centros de salud, sobrevuelan en círculos, se posan sobre aparatologías complejas, sobrevuelan a ciertos pacientes e incluso se posan sobre ellos. Su presencia es augurio de un desenlace fatal y, casi con seguridad, un indicador de que alguien en las próximas horas dará un paso sin retorno. Llámale como quieras: signo, presagio, creencia, mito y hasta farsa, pero cuando en terapia intensiva o en una unidad coronaria vuela y zumba una mosca es una clara advertencia de que una vida finalizará”.

Será por eso que unos pocos días atrás, cuando una repentina descompensación me obligó a permanecer cuatro días en una unidad de cuidados intensivos en un centro de salud de Buenos Aires, acostado sobre una camilla, mientras un grupo de emergentólogos trabajaba sobre mí y una madeja de cables y sensores se aferraron a mis brazos como tentáculos, solo procuraba descubrir alguna mosca en las inmediaciones. No había ninguna. Me relajé, pero no dormí. Estaba alerta a todo lo que me rodeaba.

AYUDAR A PARTIR

Así fue que en la madrugada de uno de esos días escuché cuando una enfermera veterana a la que llamaré Nélida, con profunda calidez, luego de enérgicas prácticas de resucitación, acompañó con su palabra el tránsito de Juan. “Tranquilo, relájate, aflójate. Respira profundamente”. Imaginé que entre sus manos Nélida tenía la mano de Juan que se aferraba con firmeza. Sus respuestas eran un murmullo inaudible. “Déjate llevar, no te esfuerces. Vas a estar mejor. Dejarás atrás el sufrimiento”. Los monitores cadenciosos, pero muy espaciadamente, marcaban el pulso de ese instante envuelto de tensión y sacralidad. Un largo pitido anunció la partida. Como la salida de aquel tren que imaginaba “El Gallego” Sueiro.

Mi emergencia pasó. Sin embargo, aquel diálogo y, en particular, la voz de Nélida, esa mujer sin rostro y solidaria, se quedaron conmigo. Pasaron 23 días hasta que di con ella. Logré vencer su voluntad de silencio. Aceptó compartir un café con el compromiso de que nunca más la buscara. Se la percibía conmocionada. Contó que aquel fue uno de sus últimos días de trabajo. Se jubiló después de 35 años de enfermera. Quería trabajar algún tiempo más pero, en la noche siguiente a la partida de Juan, cuando dormía en su casa, escuchó que alguien la llamaba por su nombre. Se levantó, revisó cada habitación de su departamento. Estaba sola. Creyó haber soñado. Sin embargo, luego de un breve lapso el llamado se repitió. Comprendió lo incomprensible. Se relajó, respiro profundamente, se animó a abrir los ojos y vio a Juan que le agradecía la ayuda recibida. “Cuando le toque venir yo la voy a recibir. La estaré esperando, Nélida”, dijo antes de esfumarse.

Volví a hablar con Alberto Balán. Esta vez en el bar La Poesía, en el corazón de San Telmo, donde se asienta el casco del Buenos Aires colonial. Le conté lo sucedido. “No es la primera historia como esa que escucho”, respondió. Nos envolvió el silencio.

Víctor Sueyro.
Dr. Alberto Balan.


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