• Por Ricardo Rivas, periodista

El cementerio de La Recoleta, en la zona norte de Buenos Aires -unos 1.256 km al Sur de mi querida Asunción, en el Paraguay- desde 197 años, contiene los restos desalmados de poco más de 350 finadas y finados. Entre ellos, se encuentran las osamentas de poco más de 200 guerreros de la Independencia, una treintena de presidentes, alguna mucama y, por lo menos, un albañil. Como en todo camposanto, es posible verificar la certeza de un viejo proverbio italiano: “Una vez terminado el juego, el rey y el peón, vuelven a la misma caja”.

Con el amigo Alberto Fabián Rodríguez, académico, abogado penalista, lector compulsivo y enorme contador de historias aunque “de ninguna manera, cuentero”, como él mismo advierte con sonrisa irónica, compartíamos un café en La Biela, justo frente a la entrada principal de aquella necrópolis. La zona, no pocas veces, parece estar habitada por fantasmas. Bajo una enorme e histórica magnolia, aquel atardecer soleado y cálido, Alberto –también aficionado al bandoneón y ajedrecista- luego de recordar aquellas proverbiales palabras italianas, propuso visitar un mausoleo en particular.

UNA BÓVEDA SINGULAR

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La bóveda donde yacen los restos de la familia de Salvador María del Carril es un majestuoso monumento. Nada menos para un figurón decimonónico de su estatura. Especialmente, si se tiene en claro que ese tipo de cámaras mortuorias eran encargadas por las familias de los fallecidos o el propio destinatario del homenaje póstumo, luego de convencerse de la finitud de la vida. La sola vista, impresiona a cualquier observador. Sin embargo, un detalle relevante dispara la curiosidad. Las esculturas que recuerdan a Don Salvador y quien fuera su esposa, Doña Tiburcia Domínguez y López Camelo, se dan la espalda.

“Del Carril, fue el primero de los vicepresidentes argentinos. Secundó al presidente Justo José de Urquiza. Amasó una enorme fortuna. Solo en lo que hoy es la provincia de La Pampa, tenía una estancia de 130 mil hectáreas”, recordó Alberto. “Unitario, se exilió en Uruguay para escapar de Juan Manuel de Rosas. Con 42 años de edad, se casó con Tiburcia el 28 de septiembre de 1831. La joven solo tenía 17 años. De esa unión nacieron seis varones y una mujer”, agregó.

Al parecer, la relación de Salvador con la Segunda Dama de la República no era la mejor. Un cuarto de siglo de diferencia entre los cónyuges supone que no es sencillo construir un vínculo y sostenerlo en el tiempo. “Sin embargo, no fue la diferencia etaria la que disparó los enconos”, comentó Alberto quien añadió que “al parecer, Tiburcia gastaba demasiado en vestidos, joyas, perfumes que llegaban desde Europa y, esos hábitos, incomodaban sobremanera a su marido que tenía la convicción de que derrochaba”. En una conversación que pretendió ser definitoria, Salvador la intimó para que terminara con esos gastos innecesarios. La joven mujer desoyó. Harto, Del Carril, actuó drásticamente.

ESCÁNDALO

A su pedido, los medios epocales –La Tribuna, El Nacional, La Prensa Nacional, Anticipación, La Tribuna, entre otros- publicaron una solicitada contundente: “No me haré responsable del pago de nuevas deudas de la señora, y solicito se le suspenda definitivamente el crédito”, contó Rodríguez. El escándalo estalló en la sociedad porteña que no habló de otro tema por largo tiempo. “Tiburcia, humillada dejó de hablarle por 30 años. Se mantuvo en silencio con Salvador hasta su fallecimiento el 10 de enero de 1883”, apuntó Alberto y añadió que “cuando le informaron del deceso, solo consultó, según calificados testigos de aquel momento, cuánta plata dejó”.

Un semestre después, cuando finalizó el duelo, Tiburcia encargó al arquitecto francés Alberto Fabré, para que con artistas europeos, en Lobos -unos 105 km al Sudoeste de Buenos Aires- en tierras propias, erigiera una magnífica residencia que fue escenario de fastuosas reuniones para solaz y diversión de la alta sociedad rioplatense. “Después, encomendó al artista Camilo Pomairone el mausoleo familiar en La Recoleta con una orden precisa: ‘Mi busto tiene dar la espalda al de Salvador porque no quiero mirar en la misma dirección que mi marido por toda la eternidad’. Aquella orden, con aroma de revancha, fue cumplida”. Largos minutos permanecimos sumidos en profundas reflexiones. Creo que Alberto esbozó una sonrisa cuando me propuso caminar en silencio para dejar el lugar sin quebrar la paz de los sepulcros.

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