Esta mañana tendría­mos que haber lle­gado a Vallemí, pero los tiempos del río son dife­rentes. Aquella barca varada más al sur ha cambiado nues­tros planes, y nos esperan un par de jornadas más en esta embarcación que lleva com­bustible al Norte. A pesar del retraso, confieso que no me molesta el percance. (A bordo parece que flota el alma y se aliviana, rendida ante la belleza del paisaje…) Yammy y yo vinimos por la Pastoral Social para entregar víveres a ciertas poblaciones que que­daron aisladas por las lluvias, y la naviera Mercopar nos ha cedido un espacio para el viaje. Somos las únicas mujeres en una tripulación de marineros que a lo largo de siete días nos han ido develando los secre­tos del río:

Sus códigos y sus misterios.

Sus trampas y sus caprichos.

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Como la cruz en la orilla que pasamos la otra tarde, que a simple vista parece anó­nima y olvidada del mundo en medio del follaje. Pero para ellos tiene nombre y apellido. Y una historia sombría, de difícil abordaje. Conversába­mos en el Puente de Comando ya cerca de la noche, cuando al pasar por el lugar Capí estiró la cuerda que activó la bocina en toda su estriden­cia: una, dos y tres veces. Un silencio sepulcral se instaló entonces, y supe que era una suerte de saludo a un mari­nero caído, a uno de los tantos compañeros de viaje.

Había ocurrido en Noche Buena, en uno de los tantos buques mercantes. Anclaron a la hora de la cena para com­partir y brindar, y al despun­tar el alba, seguir el rumbo. Sin duda, más allá de toda la liber­tad que puede llevar tatuada un marinero, hay fechas que pesan en el alma, y en las fies­tas, las nostalgias naufragan ciertamente. Por eso hasta lle­garon a pensar que el marinero que no se presentó a su turno al día siguiente había desertado la travesía. Como era joven y estaba empezando, quizá el peso de la Navidad fue dema­siado fuerte. Era mejor pen­sar eso que en la inminencia de la muerte. Lo buscaron en todos los rincones, pero parecía haberse desvanecido en el aire. Dieron aviso a su familia, reportaron a Gen­darmería, y la triste noticia llegó un par de días más tarde: Apareció ahogado, en la ori­lla, donde hoy se yergue la pequeña cruz en el horizonte.

¿Caminó en la noche y tro­pezó en cubierta? Era un buen nadador. Tal vez la corriente traicionera lo arrastró y lo atrapó bajo la barcaza inter­minable. Nadie sabe con cer­teza, pero al pasar por esa esquina del río, lo recuerdan. Lo saludan y lo respetan. Hay tantas marcas a lo largo del camino, que no puedo dejar de pensar en ellas. Cicatrices de mil historias, heridas de vidas duras en la pobreza, y de espe­ranzas puestas en cada haz de luz de los pescadores que de vez en cuando rompen el muro oscuro de la noche…

Cuando amanece, todo ese halo de silencio y misterio se desvanece y a medida que vamos acercándonos a Ita­pukumi empieza a ondu­larse el horizonte. Pronto, estaremos en Pinasco, donde una misionera de Madagascar recibirá los víveres. Celestine. Toda ella será una imagen impresa en mi memoria para siempre… Pero ese será otro cuento.

Mientras tanto aspiro pro­fundo y miro los cerros inci­pientes… y creo ver las 11 chi­meneas humeando a lo lejos, en la guitarra (y en la memo­ria) del memorable Maneco…

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