- Por Bea Bosio
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Esta mañana tendríamos que haber llegado a Vallemí, pero los tiempos del río son diferentes. Aquella barca varada más al sur ha cambiado nuestros planes, y nos esperan un par de jornadas más en esta embarcación que lleva combustible al Norte. A pesar del retraso, confieso que no me molesta el percance. (A bordo parece que flota el alma y se aliviana, rendida ante la belleza del paisaje…) Yammy y yo vinimos por la Pastoral Social para entregar víveres a ciertas poblaciones que quedaron aisladas por las lluvias, y la naviera Mercopar nos ha cedido un espacio para el viaje. Somos las únicas mujeres en una tripulación de marineros que a lo largo de siete días nos han ido develando los secretos del río:
Sus códigos y sus misterios.
Sus trampas y sus caprichos.
Como la cruz en la orilla que pasamos la otra tarde, que a simple vista parece anónima y olvidada del mundo en medio del follaje. Pero para ellos tiene nombre y apellido. Y una historia sombría, de difícil abordaje. Conversábamos en el Puente de Comando ya cerca de la noche, cuando al pasar por el lugar Capí estiró la cuerda que activó la bocina en toda su estridencia: una, dos y tres veces. Un silencio sepulcral se instaló entonces, y supe que era una suerte de saludo a un marinero caído, a uno de los tantos compañeros de viaje.
Había ocurrido en Noche Buena, en uno de los tantos buques mercantes. Anclaron a la hora de la cena para compartir y brindar, y al despuntar el alba, seguir el rumbo. Sin duda, más allá de toda la libertad que puede llevar tatuada un marinero, hay fechas que pesan en el alma, y en las fiestas, las nostalgias naufragan ciertamente. Por eso hasta llegaron a pensar que el marinero que no se presentó a su turno al día siguiente había desertado la travesía. Como era joven y estaba empezando, quizá el peso de la Navidad fue demasiado fuerte. Era mejor pensar eso que en la inminencia de la muerte. Lo buscaron en todos los rincones, pero parecía haberse desvanecido en el aire. Dieron aviso a su familia, reportaron a Gendarmería, y la triste noticia llegó un par de días más tarde: Apareció ahogado, en la orilla, donde hoy se yergue la pequeña cruz en el horizonte.
¿Caminó en la noche y tropezó en cubierta? Era un buen nadador. Tal vez la corriente traicionera lo arrastró y lo atrapó bajo la barcaza interminable. Nadie sabe con certeza, pero al pasar por esa esquina del río, lo recuerdan. Lo saludan y lo respetan. Hay tantas marcas a lo largo del camino, que no puedo dejar de pensar en ellas. Cicatrices de mil historias, heridas de vidas duras en la pobreza, y de esperanzas puestas en cada haz de luz de los pescadores que de vez en cuando rompen el muro oscuro de la noche…
Cuando amanece, todo ese halo de silencio y misterio se desvanece y a medida que vamos acercándonos a Itapukumi empieza a ondularse el horizonte. Pronto, estaremos en Pinasco, donde una misionera de Madagascar recibirá los víveres. Celestine. Toda ella será una imagen impresa en mi memoria para siempre… Pero ese será otro cuento.
Mientras tanto aspiro profundo y miro los cerros incipientes… y creo ver las 11 chimeneas humeando a lo lejos, en la guitarra (y en la memoria) del memorable Maneco…