• Por Óscar Lovera Vera, periodista 

Lourdes Pino continuaba desaparecida, la Policía en total estado de confusión montó una oficina de monitoreo en la casa del papá, pensando que se trató de un secuestro. Carlos Paiva, el chofer insistía en que su compañera huyó con la plata. El tiempo pasaba y nadie se dio cuenta que el desenlace estuvo desde el principio.

Martes 28 de julio. En la comisaría. Brizuela y Aguilar se miraron por algunos segundos cuando recibieron el reporte de los novatos. Cargaban con varias conjeturas en la cabeza, pero ninguna pista concreta que sostenga con fuerza esos rumores.

–Esto no tiene sentido, oficial. El padre no tiene enemigos, tampoco tiene mucho dinero ¿Por qué sería un secuestro extorsivo o venganza? Además ya hubieran llamado a pedir dinero, Brizuela alardeaba de su lógica con vehemencia y total arrebato de seguridad. Estaba convencido que –al menos– el secuestro no era el motivo de la desaparición de Lourdes.

–Hay que averiguar esto del novio, el despecho, odio, amenaza, todo condice con lo peor, y por más que no hayan pistas de esto lo tenemos que chequear, esta vez el oficial Brizuela era el de la corazonada. No creían el crimen con tinte pasional, había un misterio pero no era ese. Pedí relevo para los nuevos, en la casa de los Pino. Hay que tratar de estar en todos lados, ella debe aparecer o al menos alguien la tuvo que haber visto.

Para Brizuela, nadie puede desaparecer con una buena cantidad de plata sin ser notado. Algún amigo o familiar debe recibir una llamada de ella, no podía descartar que la joven planificó quedarse con el dinero. Como policía debía tener la cabeza abierta a todo escenario y no dejarse llevar por una hipótesis.

–Aguilar, este Paiva, Carlos, ¿verdad?

–Sí señor, Carlos.

–Pedí que lo demoren. Algo no está contando, su versión no tiene sentido. En especial lo mucho que tardó en llegar a la empresa, dijo Brizuela.

Las horas transcurrían, Carlos Paiva pasó a ser el único demorado, y aunque los policías se esforzaban en encontrarle una lógica al asunto, nada más ocurría.

Lourdes no dejó rastros. Necesitaban más tiempo para revisar con más detenimiento el itinerario que Carlos mencionó que realizó. Encontrar algún testigo se convertía en algo difícil, ya pasó mucho tiempo y el horario no ayudaba. Son pocos los que lograrían retener en sus memorias el aspecto de la joven, y ese día no hubo siquiera uno.

El martes y miércoles pasaron como un solo día, pero se hizo larga la jornada. En la espera y desesperación, la familia solo oraba por su hija. No había explicación para la repentina desaparición. La Policía continuaba cotejando lo poco que tenía y no avanzaba.

BAJO LA CAMA

4:10 AM. Jueves, 29 de julio. Motel Regios, Itá Enramada, Lambaré.

Eduardo, con 38 años, tenía todo planeado. La sacó a bailar a Silvia, ella era argentina y tenía 32 años. Era una de tantas fiestas, de las varias que salieron como novios. Pero esa noche sumaría algo especial. Luego del baile, tomarían algo y se lo propondría. Para él ya pasó mucho tiempo y quería avanzar al siguiente nivel.

Lorena, no era tonta. Lo notaba en su actitud, hasta llegó a pensar que cierto comportamiento en él era como un vulgar baile de apareamiento, sin embargo, le resultaba tierno y muy atractivo.

Ella también quería llegar a entregarse a ese momento especial. Se preparó, y sin que Eduardo lo sepa también lo planeó para esa noche.

La pasión finalmente los tomó a los dos, y Eduardo tenía reservada la habitación nueve del motel Regios para ello. Condujo hasta ahí, pidió al encargado que suba la puerta del garaje y estacionó el auto. Al bajar percibió un hedor invasivo, se coló en sus fosas nasales y alertó todos sus sentidos. Su rostro se estrujó, y no podía evitar la molestia. No lograba entender qué podía oler tan mal, y primero se imaginó que el sistema de desagüe estaba taponado.

–¡¿y eso tan hediondo, de dónde viene?! Preguntó exaltada ella con ese particular acento porteño.

–No sé amor, pero es imposible estar acá, repudió Eduardo al tiempo de subir nuevamente a su vehículo y batir la bocina con fuerza. Le urgía salir de ese lugar, resultaba imposible permanecer unos minutos más.

El portón basculante se abrió detrás de él, permitiendo la entrada de aire fresco, ambos respiraron aliviados. –Señor, hagan algo. El olor que proviene de ese lugar es terrible, me sentí desahuciado, increpó con tono molesto al encargado de acomodar a las parejas en las habitaciones disponibles.

El guarda lo miró sorprendido, su rostro no denotaba más que sorpresa. Conocía del trabajo puntilloso de sus compañeras del área de limpieza, y no lograba entender cómo no notificaron de un olor llamativo que reportó la pareja. El empleado fue hasta su caseta y tomó el tubo del teléfono, marcó el 27, el interno de la oficina de limpieza…

El teléfono repicaba enfurecido, insistente. Una mujer contestó:

–Área de limpieza, ¿en qué puedo ayudarle?

–¿Virginia, sos vos?

–Sí… Roque, ¿qué necesitas? Contestó la mujer, algo impacientada. Le cortaron el sueño.

–Limpieza urgente en la habitación nueve, pero rápido. Una pareja acaba de retirarse por la pestilencia, y no se quedaron un solo segundo.

–¡Voooy! Qué hincha, no me dejan descansar, refunfuñó molesta, Virginia. Tomó un balde con líquidos de limpieza y su trapeador. Sus pasos se dirigían a la habitación número 9. Era un pasillo largo que debía cruzar, un acceso interno que tienen estas instalaciones para no molestar a los clientes. Tomó su manojo de llaves e ingresó al cuarto, antes ya pudo sentir el tufo del que hablaban, se colaba por la ranura inferior de la puerta. Recostó sus herramientas contra la pared, y juntó las manos para simular una máscara, no soportaba el aroma.

Virginia recorrió la habitación y no encontraba nada raro. Se detuvo en medio de la habitación, apenas respiraba. Trataba de consumir solo un poco de la bocanada que había tomado antes de meterse al cuarto. Observó alrededor, una y otra vez. Todo en orden, nada fuera de lugar. Y entonces se le ocurrió ver bajo la cama. Un somier, que consistía en una mampostería con soporte rectangular de ladrillos. A lo largo de los cuatro costados. Tenía un hueco en el medio que se tapaba con la rejilla y luego el colchón, en ese hueco entre la mampostería y el colchón, la mujer de la limpieza se percató de algo. Se sentó sobre sus piernas y encendió la linterna que llevaba, luego pegó un gritó que quebró el silencio. Era desgarrador, como si la estuvieran torturando. Bajo ese colchón había un cadáver, era lo que emanaba el fétido olor.

El guarda, con cierta palidez, tomó el teléfono y llamó a la comisaría más cercana. Un cuarto de hora después, un patrullero de la comisaría destellaba sus luces contra los murallones del motel, asomando su trompa a la entrada principal.

La puerta, del blanco automotor, se abrió y tres agentes bajaron. El empleado de la caseta los guió hasta la habitación. En pocos minutos el lugar se convirtió en un cuartel de policías, se sumaron agentes del Departamento de Investigación de Delitos y más apoyo de las estaciones cercanas. Había una fuerte conmoción por la forma en que ocultaron el cuerpo, y fue notablemente sospechoso cómo nadie se percató.

EL CABO SUELTO

La vestimenta que llevaba puesta esa mujer asesinada esa era la clave. Coincidía con la descripción que aportaron los familiares de Lourdes Pino. Misma blusa de color blanco, pantalones de gabardina, de color negro.

La puerta de la habitación se abrió repentinamente, era el oficial Brizuela. –¿Ella es? Preguntó a uno de los policías, de los primeros en llegar a la escena. –Creemos que sí señor. Según la descripción que dieron sus padres, hay una alta posibilidad, contestó un suboficial.

Brizuela quedó pensativo y pidió al gerente del local que lo lleve a un teléfono. Debía hacer el trabajo más difícil, llamar a la familia para pedir que lleguen al lugar y reconocer el cuerpo.

5:15 AM, Motel Regios. Habitación 09. Avelino Pino, el padre de Lourdes caminaba presuroso, sus 56 años no le impedían subir una pendiente. Era el impulso de la ansiedad mezclado con el terror que sentía, no quería convencerse que podía ser ella, se cuestionaba su moral al pedir que se trate de otra persona, no de su hija.

–Señor Pino, por aquí, dijo el oficial Brizuela. Lo estaba esperando en la entrada, si se trataba de ella quería estar cerca para contenerlo. En poco tiempo generó empatía con el ex agente. No podía dejar solo a un camarada.

Avelino intercalaba pasos cada vez más veloces, un pie delante del otro. En la sien derecha una gota tibia de sudor se deslizaba con velocidad, surcando el perfil de su rostro. Pese al frío, su presión arterial se aceleraba y terminaba por activar todos sus mecanismos fisiológicos de alerta. Su respiración se agitaba cada vez más y en su mente solo pasaban imágenes de Lourdes despidiéndose en el desayuno, escuchaba su voz: “te amo papá, nos vemos más tarde” y ese adiós se sellaba con un beso en la frente, como los que él se los daba en su niñez. Al final llegaron, una habitación antes de la última.

–A la derecha señor, dijo Brizuela guiándolo al momento más tenso como agente.

Avelino caminó cuatro pasos y se detuvo frente a la cama, la observó con la mirada fija, como si ya sabía lo que ocurrió. Luego la rodeó hasta detenerse nuevamente, esta vez a un costado. Con dificultad se arrodilló y observó el cuerpo. Lo miró, su respiración se cortó, sus ojos vibraban dentro de la órbita. Sus pupilas parecían dilatarse. Se llevó una mano a la boca y la tapó por completo. Sollozó y luego se censuró, no debía llorar. Se incorporó y buscó con la mirada a Brizuela, fue ahí que nuevamente habló:

–Es Lourdes, la mataron.

¿QUIÉN LA MATÓ?

7:25 AM. 29 de julio. Carlos Paiva interpuso una medida para quedar libre. Lo llamaron del juzgado, pero no llegaría hasta el despacho del juez. La Policía tenía una orden de detención en su contra. Lourdes fue estrangulada y todo apuntaba a él.

Lo llevaron a una estación de policía. Paiva se mostraba tranquilo y solo atinaba a jugar con sus dedos.

Brizuela lo miró y para lograr contacto visual, se sentó frente a él.

–Mirá Carlos, todo apunta a vos. Nosotros no tenemos dudas, nos confundimos al principio. Pero los guardias nos dicen que una camioneta similar a la que manejás entró hace tres días a esa habitación donde encontraron muerta a Lourdes, o sos vos… ¡o la camioneta se maneja sola! El policía cerró vehemente, quería impactarlo, ponerlo nervioso. Necesitaba quebrar esa tranquilidad, y no lo estaba logrando.

No cansó de insistir, una y otra vez. Carlos no soportó la insistencia y finalmente detonó su confesión.

–¡Yo fui, yo la maté!

Ese lunes salimos de la fábrica, encendí la radio y mientras ella se distraía con una música que le gustaba, yo planifiqué lo que iba a hacer. Fui por Novena Proyectada y me quedé en la intersección con Tacuary, frente al Club Cerro Porteño. Detuve la marcha del vehículo y le dije a ella que la camioneta tenía un problema y debía bajar a revisarla. Fui hasta el frente y levanté el capó. Ella no se dio cuenta que me moví y fui por detrás de la camioneta, la rodeé y luego la inmovilicé con una cuerda. Luego conduje hasta el Cerro Lambaré. La bajé del auto y con la soga de su cartera la asfixie… Me deshice de la cartera tirándola al pie del cerro.

Luego la subí a la camioneta y la llevé al motel, estuve media hora y escondí el cuerpo bajo la cama. Me pegué una ducha, tomé una gaseosa y después me fui.

Luego fui a una casa de cambios, donde cambié parte del dinero a dólares y escondí en un edificio, en el centro de Asunción. Luego al mediodía regresé a la fábrica y ustedes ya conocen el resto.

A los pocos minutos, los policías tenían el detalle completo del crimen.

Una patrullera fue hasta el Cerro Lambaré e inspeccionaron la zona. La cartera de Lourdes aún estaba ahí, con gran parte del dinero que retiró del banco y varios cheques. Carlos no mintió, él la mató.

LA MISMA SUERTE

19 de julio de 1996. – Carlos Paiva, de pie, le requirió uno de los jueces. Lo miraron fijamente y leyeron su destino. Treinta años su condena, la sentencia máxima. El rostro de Paiva se mostró inerte, parecía abstraído o simplemente no asimilaba la decisión.

El paso del tiempo tras las rejas lo aislaban cada vez más. En su celda sostenía la foto de su hija, ese día cumplía 16 años y ya hacía tiempo que no la veía. La depresión lo carcomía, hacía metástasis en sus días de encierro.

Los años pasaron deshojando sus sentimientos, se quedó completamente solo. El 7 de enero del 2009 recibió –lo que para muchos reos– podría ser la mejor noticia de sus vidas. Recibió el indulto presidencial y tras más de quince años de reclusión podría reiniciar su vida. Pero no fue así.

Con cerca de 50 años, no tenía esperanzas y un lugar a dónde ir…

UN AÑO Y CUATRO MESES DESPUÉS

–Atento base, aquí móvil metro 14, atento base aquí metro 14.

–Adelante M14, aquí base le copia.

–Necesito apoyo y médico forense. Posible caso de autoeliminación. Hombre de unos 50 años sería la víctima…

El patrullero se paró frente al cuerpo que pendulaba del techo. La casa estaba desordenada, como si nunca hubiera terminado de instalarse. Alrededor había un ambiente impregnado de soledad y dolor.

Carlos tomó una soga, la amarró a su cuello, y el otro extremo a la viga del techo. Con el pie separó la silla debajo suyo y sentenció su existencia de la misma forma en que murió Lourdes…

FIN.

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