-“Barcaza cargada con harina de soja 10,600 toneladas” -suena una voz en la radio que rompe el silencio del paisaje.

Llevo días viajando en una barcaza por el río Paraguay, rumbo al Norte. Siempre quise conocer la costa de mi país en sus zonas más agrestes, adentrarme en el universo sus cauces, y desentramar los códigos de sus paisajes. Entender esa dialéctica que existe entre el río y su gente. Recoger historias, oír sus voces. Por eso cuando me llamaron de la Pastoral Social a decirme si estaba lista para zarpar en un barco al día siguiente, no lo dudé ni un instante. Acepté aún sabiendo que serían ocho días de travesía sin conocer a nadie.

Momentos antes de adentrarme al río, conocí a Yammy (la única otra mujer de la tripulación y compañera de camarote). Ella también va por la Pastoral Social, porque la idea es llevar víveres al Norte. La Naviera Mercopar nos cedió un espacio para las provistas y el río es la ruta más rápida para llegar a ciertas poblaciones. Somos parte de una tripulación que lleva combustible a Corumbá, mucho más al Norte. Aunque la travesía llega hasta Brasil, nosotras desembarcaremos a la altura de Vallemí para volver a Asunción por vía terrestre. (El cómo ya está resuelto. El cuándo, nadie lo sabe).

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La primera cosa que me enseñaron los marineros fue a no condicionar el tiempo: En el río no existen fechas definidas, porque todo depende del cauce. Si el agua está alta, los pasajes difíciles son un suspiro, pero cuando no hay mucho caudal, sortear ciertos pasos se vuelve un desafío. Como en la vida misma, se conoce la fecha de inicio, pero es un enigma el día final del viaje. Entregada a esa idea, olvido la fecha y hora de retorno, y empiezo a conocer poco a poco a mis compañeros de cauce. Basta un 360 en el puente de comando para entender mejor ese universo donde voy aprendiendo un nuevo lenguaje: Capitán, maquinista, práctico, baqueano, contramaestre.

La señal telefónica, en gran parte del río es intermitente. A ratos el mundo parece desvanecerse, y lejos del espacio virtual, solo queda el presente. Entonces la lectura se hace más profunda, y las conversaciones suenan diferentes. En los confines de la cocina, uno de ellos me cuenta del hijo que perdió en un viaje. Estoy aprendiendo los secretos de la payagua mascada, y comento la infinidad de teléfonos que veo de repente. El rostro de mi nuevo amigo se ensombrece. Me comenta que lo de su hijo fue ya hace unos años, estando en uno de estos intervalos de silencio, completamente aislado de la tragedia que se había instalado en su vida de repente. La señal llegó mucho después, como un latigazo, con la noticia funesta que cambiaría su mundo para siempre.

Pudo llegar a la novena. Suspira. (Para los ritos del sepelio estaba demasiado lejos y ya era demasiado tarde). Por las dudas hoy viaja con varios celulares. No es garantía de señal todo el tiempo, pero es lo mejor posible por el momento.

La falta de conexión sin duda tiene sus bemoles, pero entre la ausencia de telefonía y los acordes del viento también uno va aprendiendo a convivir con el silencio.

En el barco no solo a veces se me esfuma el mundo de afuera, sino también la dimensión del tiempo. Hay tramos del viaje que transcurren sin ninguna referencia temporal a la vista. Nada que indique el mes, el año, el siglo de esta travesía. Sobre todo río arriba, donde todo se va haciendo más salvaje. El libro que traje conmigo habla de unos misioneros, que andaban en barcos evangelizando, en los tiempos del tanino. Elegí esa lectura justamente, porque Puerto Casado y Pinasco son parte de nuestros destinos.

(De cuando en cuando parece que los veo, surcando el río en esos barquitos… con una fe temeraria desafiando los cuatro vientos…).

*Esta crónica es parte de anotaciones de la travesía por río desde el puerto de San Antonio a Vallemí, con motivo de la entrega de víveres de la campaña solidaria con el Chaco de la Pastoral Social, gracias a la generosidad de la Naviera Mercopar que hizo posible el viaje.

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