- Por Óscar Lovera Vera, periodista
La rutina administrativa de Lourdes Pino la llevó a finales de julio de 1993 a realizar un procedimiento más de depósito y retiro de dinero. Un chofer la acompañó, pero solo él regresó. La desaparición despierta en la policía y la familia una extraña sensación; algo no salió bien.
–Lourdes, vení unos segundos a la oficina. Necesito cerrar el trámite administrativo para esta mañana.
–Claro, señor. Lo sigo.
La empleada y el jefe de la empresa ingresaron uno detrás del otro a la sala. Su jefe la miró, y luego le entregó un sobre que contenía cheques y un morral con dinero.
–Esto es para depositar, lo mismo de siempre. Vas con Carlos, lo depositan y vuelven, le comentó el encargado administrativo a la mujer.
–Sí, señor, regreso apenas lo entregue en el banco, contestó ella con su característica voz apacible, pero firme.
Lourdes Pino con sus 22 años era una de las funcionarias más eficientes de la firma Whaldreen. Conocía la rutina de los lunes a la perfección, era un trámite menor frente a todas las responsabilidades que tenía. Su juventud irradia energía, amabilidad y compromiso con su trabajo. Su figura se hacía camino en la empresa y condicionaba miradas. Morena, de cabello oscuro y una sonrisa sincera y espontánea cortaban los intermitentes meses malos de aquellos inicios de los 90.
UN VIENTO GÉLIDO
Era un lunes 26 de julio de 1993. El invierno azotaba furioso con un viento gélido que desollaba el cuerpo y abrigaba los huesos. Lourdes apenas abrió la puerta que la conducía al estacionamiento, sintió el aire que sonrojó su rostro, hasta intentó defenderse cerrando los ojos y juntando las manos frente a su boca, la abrió tímidamente y sopló aire caliente; que le venía de adentro. Frotó sus manos y caminó unos pasos. Él, con gesto de caballero, le abrió la puerta del vehículo y desde su interior comenzó una conversación:
-¿Tenés mucho frío, Lourdes?, preguntó Carlos Paiva, el conductor de la firma. Tenía 26 años y llevaba un tiempo siendo el encargado del traslado para la fabricante de prendas, una de las más importantes de la capital, instalada en el barrio San Vicente.
–Sí, bastante, Carlos. Conste que me puse todo lo que encontré, pero igual. Hace mucho frío, ¡uhhhh!, refunfuñó. Como si eso le daría una descarga de calor. Subió las ventanillas y Carlos puso en marcha el motor, llevó la mano derecha a la caja de velocidades y una vez que tomó velocidad, usó la misma mano para encender la radio. El dial pasaba y pasaba, arrastrando la distorsión entre banda y banda de la frecuencia modulada. ¡Ahí, ahí dejá!, dijo Lourdes. Era una melodía de su grupo favorito. La tarareaba y cuando no recordaba la letra, atinaba a seguir la tonada emitiendo sonidos con la boca cerrada. Todo en ella era perfecto…
DOS HORAS MÁS TARDE...
El motor se detuvo en el estacionamiento de la fábrica, en el barrio San Vicente. La puerta la cerró con fuerza a su espalda y caminó imponente hasta la oficina administrativa. Carlos Paiva se mostraba furioso y desconcertado.
–Señor, Lourdes no volvió después de entrar al banco, no la encontré. Se escapó con la plata, dijo Carlos con una leve agitación. La respiración le saturaba el diálogo y no podía responder a todas las preguntas que le hacían. Solo atinó a repetir que su compañera –de hace cuatro años– se escapó con la plata que debía entregar.
La sala quedó envuelta en la intriga, no podían asimilar que la joven administradora haya tomado una decisión como esa, era la más destacada por su honestidad y responsabilidad. El ambiente estaba dividido.
–Aunque me llama mucho la atención lo que sucedió, hay que llamar a la Policía. Pásenme el número de la comisaría de la zona, dijo el gerente.
En la comisaría tercera de la capital, la denuncia no tardó en llegar. El timbre irrumpió en la oficina de guardia, dando paso a la voz de un suboficial. El agente iba tomando nota en su libro de novedades, trazando cada palabra con un bolígrafo de tinte negro. La dirección fue lo último en transcribir y luego la subrayó dándole importancia al punto a donde debía enviar a un patrullero.
UNA Y OTRA VEZ...
Los policías no tardaron en llegar, los neumáticos de la patrullera crepitaron en el suelo. La sirena enmudeció y la baliza quedó cegada. Los dos agentes bajaron del vehículo, con el característico caqui del uniforme. El oficial de alto rango se acomodó la gorra, en tanto que su acompañante sujetó con ambas manos una agenda en la que anotaría todo lo que vayan a describir las víctimas del robo.
Llamaron a la puerta y una secretaria los atendió. –Buenas tardes oficial, pasen por favor. La mujer ya recibió la instrucción que debía llevarlos junto a Paiva, debían escuchar lo que tenía que decir el único testigo.
Las suelas rechinaban contra el suelo de madera encerada. Paso a paso las botas de color negro, lustradas, al punto de reflejar con nitidez la luz amarilla artificial del techo péndulo sobre sus cabezas. La caminata –casi a compás marcado– se detuvo en la oficina, donde esa mañana todo comenzó.
El comisario observó por completo el lugar, barriendo con la mirada de lado a lado. Miró a todos, quizás con la intención de intimidar.
Una corazonada le decía que –considerando los pocos datos y la falta de más testigos– debía dudar de todos.
La tensión en la sala se cortaba con un hilo de algodón. Finalmente se presentó:
–Buenas tardes, oficial inspector Brizuela le saluda señor, y él es el suboficial Rodney Aguilar. Va a tomar nota de lo que pasó. ¿Quién es el chofer del que hablaron?, increpó el policía, imponiendo la placa, debía demostrar fuerza.
Lo que aprendió con el paso del tiempo le aconsejaba descargar toda la presión posible, cuando tenía ciertas dudas sobre un caso; y en este las tenía.
–Soy yo, señor. Contestó Paiva, haciéndose lugar a espaldas del gerente. Asomó la cabeza y con la mirada directa al comisario, continuó hablando con seguridad. –Yo la llevé a la administradora hasta el banco Real, la bajé en la esquina de Alberdi y Estrella, en el centro mismo. Ella entró a depositar los cheques y retirar dinero, según me comentó durante el viaje. Hablamos mucho, de todo. Tenía mucho frío y al llegar fue directo hasta ese punto; como le dije. Después ya no regresó. La esperé, pero no hubo caso.
Los policías se retiraron, pero no era suficiente. Debían cruzar la información. Contrastarla con posibles testigos en las inmediaciones del banco, era el sentido común que los obliga a cumplir con un protocolo básico de investigación.
El oficial Brizuela reportó a su superior los pocos datos que tenía. Este le ordenó que tome el caso y pida apoyo para conversar con la familia de la mujer, amigos, todos los que en algún momento hablaron con ella en la última semana.
ALGO NO CIERRA
La Policía se dividió en dos grupos. A medida que pasaban las horas, el misterio se intensificaba.
Lourdes era hija de un comisario retirado. El ex policía se resistía a creer que ella era una ladrona, su defensa la hacía tenaz, más allá del amor ciego que uno tiene por los hijos.
Nada tenía sentido, la descripción que daba la familia de Lourdes no la ponían como alguien que podía robar una gran cantidad de dinero y desaparecer sin dejar rastros. A partir de ese momento, los investigadores trabajaron la posibilidad de un secuestro. Pensaron que podría tratarse de un rapto para después pedir más plata del que obtuvieron al arrebatarle lo que extrajo del banco. –Hay que montar una base en la casa de esta joven. Quédense con la familia y estén atentos al teléfono, cualquier llamada puede confirmar nuestras sospechas, les ordenó el oficial Brizuela a dos novatos que se sumaron a su grupo de pesquisa.
Los dos agentes permanecieron durante la primera noche. Cerca de las diez, el papá de Lourdes se acercó a los dos jóvenes policías con café. –Acá tienen muchachos… ¿tienen alguna novedad?, preguntó con un marcado tono de preocupación.
–Ninguna, señor. Lastimosamente no tenemos reportes de su hija, contestó uno de los agentes al mismo tiempo de abrazar con las dos manos la taza de cerámica. Buscaba calentarse con ella.
Las arrugas en el rostro de ese ex camarada le hicieron pensar al principiante la difícil situación que atravesaba. Años persiguiendo a delincuentes y ahora sin poder resolver un enigma que podría poner en peligro la vida de su primogénita.
El vapor del café se dispersaba en el ceño fruncido del policía, miraba fijamente las ondas que provocaban el movimiento al sorber el líquido. En ese instante ese ritual se interrumpió con un comentario que hizo el papá de Lourdes.
–Oficial, mire. Mi hija tenía un novio, obsesivo, violento. Muchas veces la amenazó. Eso podría darles una pista sobre la desaparición. Ambos uniformados se miraron por segundos y pensaron lo mismo: pudo tratarse de una venganza por despecho…
Continuará…