La historiadora Ana Barreto Valinotti escribe sobre la exposición de obras de Alfredo Quiroz, la serie “Reflexiones nocturnas”, que fue ganadora del premio Hyppolite Bayard de fotografía, que está abierta al público en la galería de arte Fábrica.

  • Por Ana Barreto Valinotti
  • Historiadora

Este es un bucle extraño. Es un viaje abismal e infinito hacia la Guerra Grande (Paraguay, Argen­tina, Brasil y Uruguay 1864- 1870) e increíblemente del mismo modo, lo es hacia la historia de la representación de la imagen fotográfica. Sig­nados por un evidente ana­cronismo, ambos derroteros están marcados por fragmen­tos de múltiples ausencias.

UN VIAJE REPRESENTADO EN SÍ MISMO

El emperador Pedro II del Brasil posa en una sala orientada a ser un estudio fotográfico privado en algún momento del siglo XIX. Lo que tuvo la intencionalidad de ser una Carte de Visite se convirtió en una épreuve tomada de un acervo histó­rico público –un archivo o biblioteca nacional– y fue reproducida en papel de impresión; montada en un gabinete del presente (falso si se quiere agregar) y fue pegada como al descuido con cintas de papel sobre un espejo plano. Vuelta a fotografiar todo, Quiroz nos presenta la primera de las trampas de su bucle: Si solo son rayos de luz reflejados los que vemos ¿A quién ven nuestros ojos?

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“Reflexiones nocturnas” no es solo un ensayo que con­fronta la historia de la foto­grafía como democratizador de la imagen del individuo, sino manifiesta además de los detalles de la técnica, el sentido narrativo de la docu­mentación a la obra de arte.

El retrato fotográfico no es otra cosa que el objeto feti­che por excelencia del siglo XIX. Sustituyendo a las cos­tosas pinturas, la repetición mecánica del cliché en varios duplicados es, sin embargo, una oda al individualismo: es la representación quizás más exacta de los rasgos del ros­tro, de la forma y cansancio de la mirada o sorpresa en los ojos, es la mueca de los labios, el nerviosismo reflejado en los dedos de las manos; es igual­mente el discurso de las ropas y la postura, de la clase social en el peinado y los accesorios. Pero es también, y fundamen­talmente es el alegato de un cuerpo que existencialmente es irrepetible.

Quiroz parece hacer suya la explicación de Roland Bar­thes “lo que la fotografía reproduce al infinito única­mente ha tenido lugar una sola vez” pero lo hace para impulsarse sobre ella. Uti­lizando al anacronismo, un concepto muy propio de la Historia nos devela otra trampa de su bucle: el arte, desafíos, técnica y proce­sos químicos de la fotogra­fía. El siglo XIX y el siglo XX se encuentran juntos en una misma toma.

Encuadre. Instalación de un estudio. Luces (¿es día o es noche?). Formato. Impresión. Revelado con material foto­sensible. Reproducciones digi­tales. Recorte con tijeras. Un detallado cuaderno de boce­tos (¿el de un médico, artista o historiador?). Cintas y pega­mento. Disparo nuevamente. Vuelta a todo el proceso. Y un Espejo. Y la obra que no es vista sino por luces reflexivas. Le chien, irrepetible e infinito.

Es un viaje representado en sí mismo.

PARADOXA DE UNA AUSENCIA

Quizás no sea imprescindi­ble conocer históricamente los sucesos de la Guerra de la Triple Alianza para sentirla, percibirla, verla en y con toda su violencia en esta obra. En una tercera mirada a su bucle, Alfredo pretende enfrentar con una superposición de tiempo a la misma Muerte, y lo hace para despistar, en cada uno de sus anacrónicos eidos.

¿Con cuál pasado y con cuál presente Alfredo pretende narrar la guerra?

No. El uniforme y las armas son una trampa (quizás no debería decirlo de manera tan abierta y dejarlo al spectateur descubrirla), sobre todo una del tipo que a los escritores e historiadores también nos seduce: la subjetividad en el decir sin decir. Lo indecible tratando de ser dicho.

Ciertamente existen mane­ras de describir la miseria y la desesperación del hambre en los ejércitos –tanto para­guayo como el de los aliados–, si fuera yo por ejemplo, recu­rriría al Archivo Nacional de Asunción y transcribiría páginas y páginas de órde­nes exigiendo el aprovisio­namiento de carne y víveres disponibles. Serían básica­mente palabras más pala­bras. Alfredo lo hace de otro modo, cortando con fuerza, rompiendo con sus manos la fotografía de un equino, animal disputado como ali­mento por una parte del ejército aliado en medio de la campaña de fines del año 1869. La locura y violencia de la hambruna.

Su forma de pararse ante la historia no tiene bando. La guerra es una sola.

La Carte de Visite es el doblez, le loup, la marca de muerte en la guerra. Tomadas en gabine­tes fotográficos, en solitario o en grupo, tenían la finalidad de servir al recuerdo ante el ser querido, de quien marcha sin la certeza del regreso y de ser al término, el souvenir del victorioso. Es el protagonista del juego que Quiroz le hace al tiempo, a todos los tiem­pos: al vital, al histórico, a la construcción de la memoria, a la fuerza representativa del sujeto fotografiado; a lo sim­bólico de la imagen del pasado (el rostro de Gastón de Orleans reflejado únicamente en un espejo circular en el piso) y a una intencionalidad de la con­tinuidad del presente.

Esta es la narrativa de un incorpóreo tiempo; de la luz entre el día y la noche; de los rostros de la vida y las deu­das cobradas de la muerte; es la puja entre la memoria, el recuerdo y la historia. En ese etéreo momento, ladran y aúllan los perros-lobos de Alfredo Quiroz.

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