• Por Augusto Dos Santos
  • @augusto2s

El avión tomó vuelo hacia Nueva York. En su interior iban dos diputados paraguayos, un día más tarde asistirían a un cónclave sobre “Políticas Públicas en biosostenibilidad y desarrollo global de interacciones”. Ninguno de ellos tenía la menor idea de lo que se trataba. Es más, el simposio se desarrollaba en inglés y sin traducción, lo cual facilitaba enormemente las cosas ya que tampoco hablaban tal lengua y por lo tanto quedaba claro que ni siquiera iban a ocupar sus cerebros en el contenido del evento.

De hecho, una práctica histórica en el Congreso ha sido cazar un simposio en cualquier lugar del mundo y de inmediato pedir tickets y viáticos para tal destino. La cosa es sentarse un rato a escuchar a un conferencista y luego salir a hacer compras, a beber, a descansar y a varios rubros más del divertimento posible. Hace algunos años, la ciudadanía se escandalizó con el diputado Portillo por su asistencia a unas jornadas sobre el “amor verdadero en la política” en alguna paradisiaca playa de Colombia. Por muchos años, sin embargo, esta práctica ha sido perfectamente normal y no había ningún problema con que un diputado que se dedicaba a la ingeniería agrícola asistiera a una convención de sexólogos en Egipto y terminara posando arriba de un camello frente “a unas cosas triangulares que salen de la arena allí”.

Además, los viajes tienen esa cosa de privilegios que empieza por el pasaporte diplomático y termina con esa horrible práctica de altos funcionarios de las embajadas esperándolos en los aeropuertos y colocándolos en sus hoteles en un instante mágico en el que el Poder Ejecutivo se convierte en maletero del Poder Legislativo.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Pero volvamos al vuelo. El problema que tenían con el idioma ya empezó durante el vuelo porque la aeromoza, ya entrada en años, de la aerolínea americana no tenía mucha paciencia para hablar en otra lengua más que la propia.

Tras saludarlos, les preguntó si deseaban beber algo. El primero de los diputados, que había terminado la secundaria, comprendió el gesto porque la mujer venía acompañada del carrito de las bebidas y entonces se le ocurrió que tenía que pronunciar una sola palabra salvadora y lo dijo: Whisky.

La mujer vertió el contenido de una botella de escocés en un vaso y se lo entregó. De inmediato, la aeromoza repitió en inglés la misma expresión de ofrecimiento de bebidas al siguiente diputado y este, atorado en su necesidad creativa de pedir lo mismo con alguna palabra “en inglés”, señaló con el dedo el vaso de su colega y con una sonrisa canchera dijo: Identikit.

EL DRAMATUGO DE AJOS

“Mamita, tengo hambre”

Tito Soto era, a fines de los setenta, un político polifacético en Coronel Oviedo. Combinaba sus dotes de habilidoso wing por la izquierda de la selección de fútbol con una enorme destreza para ser un atropellador seccionalero por la derecha. Pero tenía además una atípica inclinación por la dramaturgia, lo cual lo llevaba de tanto en tanto a la producción de lacrimógenas obras que se presentaban con la pompa de un hecho cultural de inconmensurable importancia en el pueblo donde él mismo, a su vez, ejercía autoridad.

Sea como sea, era un raro ejemplar. En los tiempos en que los comisarios políticos solo debían asistir a las carreras de caballos, jugar al truco, delatar o garrotear a alguien, en sus tiempos libres Tito –además– escribía teatro. Nunca llegaría a ser Julio Correa, por citar un ejemplo cercano, pero escribía.

Ese año, mayo vino con un otoño atípicamente frío. Tito decidió que habría que hacer una obra teatral destinada a honrar a la madre para las fechas de celebración que –desde la ocurrencia de Juana de Lara de pelear en la revolución con un ramo de flores – coincidía con la conmemoración del día de la Patria.

Manos a la obra pues, Tito terminó de escribir su pieza teatral en pocos días y reunió a un grupo de amigos para ensayarla y luego escenificarla. El título de la obra no dejaba espacio para preguntarse si sería una comedia o un drama; se llamaba “MAMITA, TENGO HAMBRE, TENGO FRÍO” y narraba la historia de un niño que dialogaba con su madre sobre los rigores de la condición socioeconómica que, décadas después, adoptaría la cientista denominación de pobreza extrema, pero que por aquellos tiempos se llamaba sencillamente “mboriahu apí”.

El momento cúlmine de la obra –diríamos que un arrebato lírico que condensaba los tiempos tradicionales de la exposición, nudo y desenlace– venía ya en el propio arranque de la pieza teatral: La escena reflejaba un rancho campesino de culata jovai, pintado contra la propia pared del escenario del teatro parroquial de Oviedo y enfrente una mujer con una olla deliberadamente tumbada –para que se vea que estaba vacía– sentada en una silla, cabeza atada con una pañoleta y ropas raídas en un todo que transmitía desolación y pobreza. Por los altoparlantes se escuchaba –en un intento de ambientación sonora– la música de Dr. Zhivago.

Un minuto después, sale de la casa un niño pynandi de ocho años y expresa la frase emblemática:

–Mamita, tengo hambre, tengo frío…

La mujer levanta el rostro, mira al público enternecido y pronuncia con shakespeariano dramatismo:

–Hijo mío, tú tienes que saberlo, es hora de que te revele un secreto: Somos pobres –Sube música ambiental– y tenemos que esperar que retorne tu padre que fue a buscar trabajo a Inglaterra.

Tres meses después, mediante las influencias políticas de don Tito, la obra fue estrenada en Asunción. Curiosos, intelectuales y amigos del teatro en general asistieron a la puesta del “vate ovetense”.

Los cronistas de época sostienen que seis minutos después de iniciada la presentación, el público empezó a retirarse. Un minuto antes, lo hizo el propio autor para evitar los rigores del fracaso artístico que se veía venir.

Lo cierto es que en la salida fue abordado por un periodista ilustrado y mordaz (sí, de esos que existían antes), quien detuvo a Soto en su rauda marcha buscando el anonimato en las sombras de la noche asuncena.

–Sr. Soto, ¿me permite una pregunta?

–Sí, dígame señor

–¿Por qué razón el padre del niño de su obra se fue a buscar trabajo a Inglaterra luego?; mombyryeterei nio upéa, ha upepe nio inglé pe oñe'kuaa vaerã.

–Sí, señor. Yo pensaba ponerle Buenos Aires, pero upéa nio icomúneterei –respondió sin pestañear y siguió camino.

Déjanos tus comentarios en Voiz