Por Augusto Dos Santos, @Augusto2s

Los lectores no se imaginan cuánto terror provoca en los acomodados del poder el estado de ánimo del líder, principalmente cuando este era un rústico general llamado Alfredo Stroessner.

Las leyendas del poder cuentan de operaciones extremas que se movilizaban solo para lograr un mínimo reconocimiento del paraguayo de raíz alemana que dictaba los destinos de la patria.

LOS CAÍDOS DEL PODER

Pero capítulo aparte era la situación de los caídos del poder. Esa era una clase “despreciada” que en un chasquido de dedos perdía todos sus privilegios y –por sobre todo– el afecto y la amistad de los que solo horas antes lo abrazaban con expresiones de fraternidad eterna.

STROESSNER RIRE, STROESSNER JEY

El 14 de febrero de 1988 se produjeron los últimos comicios generales de la etapa de la dictadura en el Paraguay. Coincidentemente, en el Día de los Enamorados se sellaba el nuevo acuerdo de amor del dictador, no precisamente con el pueblo, sino con el poder.

De inmediato, al conocimiento de los “espectaculares” resultados, el diario La Nación de Buenos Aires envía una misión periodística a Paraguay. Stroessner no estaba de talante para conceder una entrevista, por lo cual deriva a los inquietos visitantes de la prensa porteña a la oficina del encargado de comunicaciones del Palacio, Juan José Benítez Rickman.

El 2 de marzo de 1988, en una jornada calurosa y con pronóstico de mal tiempo, el escribano Benítez Rickmann concede la entrevista. Apenas fuera reelecto el ya decrépito mandatario reincidente, empezaba a hablarse con gran intensidad en Asunción sobre su sucesión y se colocaba en la centralidad de ese debate la ecuación denominada “Stroessner rire, Stroessner jey”, que más que la letra de una zalamera canción, lo que insinuaba era que el que debía sentarse en la silla del dictador en un nuevo periodo era su hijo militar, Gustavo Stroessner, coronel de Aeronáutica.

En concreto, mandos militares ubicados como sus camaradas (de Stroessner hijo) y el entorno más obsecuente no dejaban de apreciar la sucesión “monárquica” como la alternativa más interesante.

La pregunta letal

A sabiendas de tales comentarios, el periodista porteño formula a Benítez Rickmann una pregunta que se transformaría por 24 horas en una verdadera “pelota tata” (pelota de trapo ardiente que se usa en los juegos de San Juan).

¿“Cómo observa usted la sucesión de Alfredo Stroessner, se menciona que el escogido como futuro sucesor sería su hijo Gustavo?”.

Benítez Rickmann tragó saliva y trató de responder con una salida que parecía solvente: “Bueno, en realidad la designación del candidato a presidente por el Partido Colorado la decide la Junta de Gobierno”. Parecía una respuesta muy lógica, pero en el reino del terror las únicas lógicas exitosas eran las que giraban en torno al alineamiento del poder stronista per secula seculorum.

Ya en la noche, el secretario de Comunicaciones de la Presidencia recibe una comunicación desde la embajada paraguaya de Buenos Aires con un relato aciago: en la edición de la tarde del mencionado diario, se insinuaba que el mismo asistente de prensa de Stroessner salía al paso de una eventual designación de Gustavo Stroessner y advertía que ese era un asunto que aún debía decidirse en el nivel partidario, lo cual tampoco se podía entender como una interpretación ilógica del periodista.

Pero el artículo que ya apareció en la edición vespertina y que más conmovía a su informante en Buenos Aires y le atragantó la cena a Benítez Rickmann era una alusión que hacían en referencia al coronel Stroessner y que aparentaba ser parte de las declaraciones del jefe de prensa. Decía “Gustavo Stroessner, un coronel de 45 años, soltero y DE PERSONALIDAD RESERVADA”.

Toda la noche Benítez Rickmann se desveló pensando si la furia del tirano vendría al día siguiente por el hecho de no responder afirmativamente sobre que su hijo Gustavo podría ser su sucesor o si despertaría su ira por aquello de “soltero y de personalidad reservada”. ¿Qué significaba “personalidad reservada”? Cualquier alusión que pusiera en tela de juicio la varonilidad de Gustavo podría ser un hecho de traición extrema, peor aún en cuanto el mismo Benítez R. jamás había hecho alusión al tema e indudablemente fue un agregado del periodista a la luz de los comentarios que abundaban sobre ese asunto.

EN EL PASILLO DE LA MUERTE

Al día siguiente, pese al calor, un escalofrío importante recorrió la humanidad del secretario de Comunicaciones al llegar al Palacio, lo cual se acrecentó al escuchar desde su oficina la desafinada corneta del escuadrón de Acá Carayá que se encuadraba al arribo del dictador. De hecho, todos en el Palacio ya estaban al tanto de la publicación y el propio Benítez R. lo comprobó al salir de su oficina.

Ese día nadie lo saludó al llegar al Palacio. Todos estaban abriendo paraguas ante la posible reacción de Stroessner por tan irreverente declaración. Estaban seguros de que rodaría la cabeza de Benítez Rickmann y querían estar lo más lejos posible para evitar que la sangre los salpique. Aun teniendo rango ministerial, algunos edecanes siquiera lo saludaron ese día. No hubo una mano que se tendiera para saludarlo. Era como un fantasma al que preferían no ver.

Cuando volvió a su oficina, recibió a máximos jefes militares y a algún cargo civil importante con la misma expresión: “Qué carajos hiciste, escribano, el Presidente va a arder con la publicación”.

Benítez Rickmann eligió el camino pragmático. Discó el número de un conocido periodista y le dijo, mirá, no estoy en condiciones de concentrarme en este momento; necesito que me redactes una renuncia lo más elegante posible. Y que no le cuentes a nadie. El periodista acudió al Palacio para darle una mano con tan trágica pieza literaria y durante horas y a puertas cerradas ensayaron varias alternativas.

Más tarde, sonó el timbre en su oficina. Eran las 11:30. Se trataba de una convocatoria de Stroessner a su despacho. Benítez Rickmann abrió el cajón, dobló prolijamente el papel de su renuncia, se calzó en el bolsillo interior del saco y caminó los 30 metros de alfombra roja desde su oficina hasta el despacho presidencial.

Stroessner no lo miró. Pero le dijo que se sentara, hecho poco común; el dictador prefería que sus interlocutores estuvieran de pie y firmes. Una sola vez le preguntó sobre la publicación, luego lo sostuvo durante casi dos horas hablando sobre diversos temas en su despacho. Por fin, el dictador se puso de pie y le dijo “acompáñeme” y el asistente lo siguió obediente.

Stroessner abandonó su despacho y rumbeó hacia su automóvil presidencial aparcado frente al portal del Palacio. Los ojos de los pasillos, militares, edecanes, ministros, asistentes, brillaron fuera de su órbita observando la escena de un presidente poderoso y su secretario de prensa –al que ya consideraban “difunto”– caminando e intercambiando una charla hasta el carro presidencial.

Stroessner se detuvo frente a su auto y el asistente también. El dictador no dijo una palabra al despedirse, pero le palmoteó el hombro antes de subir al coche y se perdió luego en la ciudad que ardía ese mediodía de marzo. La locuacidad de la palmada en el hombro era solo parangonable a un decreto de clemencia del gobernador de Texas para un condenado a muerte, al que agregaran un obsequio cariñoso.

Cuando el auto presidencial se perdió en la esquina de Ayolas, Benítez Rickmann giró sobre sus talones para volver a su oficina y fue testigo de un fenómeno increíble: todos le sonreían, hasta un soldadito desdentado del Acá Carayá, incluyendo –obviamente– a altos jefes militares y civiles que durante toda la mañana le negaron el saludo. Un poco más y le aplaudían.

Amistades del entorno presidencial, una mierda bañada en el chocolate de la obsecuencia y el oportunismo.

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