• Por Ricardo Rivas
  • Periodista

Entre fines de los años 60 y los 70, en el siglo pasado, la ruptura de la modernidad devenía en tumultuosas demandas sociales. En la Argentina y en el mundo que todavía era mundial y no global, las calles vibraban con todo tipo de pro­testas. El Mayo Francés del 68. La Primavera de Praga. El Cordobazo. Todo se debatía. No había Internet ni redes.

La vida era cara a cara y, en ese contexto, los bares ágo­ras cafeteras. En alguna mesa se discutía el foquismo que impulsaba El Ché, para crear “uno, dos, tres Vietnam” con­tra el imperialismo porque esa era “la consigna”.

El café “La Biela”, Avenida Quin­tana al 600, en el barrio de La Recoleta, frente de la Igle­sia del Pilar, en Buenos Aires, era uno de esos lugares. Pero en sus mesas los temas eran más amplios. Automovi­lismo, artes y hasta el Club del Clan, mítico programa de TV que emitía música pop por Canal 13, eran motivos sufi­cientes para discutir fuerte.

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Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares compartían allí algunas horas y café. Era común que, con el correr de las horas, otros intelectuales, escritores, pintores, músicos, cantantes o concurrentes que sólo querían escuchar de qué hablaban, se acercaran a esa mesa. Los mozos tenían algu­nas misiones fundamentales. Atender a todos con premura. No equivocar los pedidos y, por supuesto –cuando los consumidores sentados en torno de los consagrados y famosos eran muchos- evi­tar que se fueran sin pagar. No era fácil.

El Indio Gasparino, con los años devenido en Facundo Cabral, un artista como pocos, cantautor, como se los llamaba por aquellos años a los creadores como él, tam­bién iba a La Biela. Su onda hippie, su larga cabellera ensortijada, sus historias interminables, lo transfor­maban en un polo de atrac­ción que, no pocas veces, los que se acercaban a su mesa empardaban o superaban en número a la de Borges.

Con Facundo nos frecuen­tamos durante muchos años tanto en la capital argen­tina como en Mar del Plata, donde vivió algún tiempo. En uno de aquellos encuentros entre amigos, Cabral recordó anécdotas en La Biela. Así fue que nos contó que, en uno de esos días en que la concu­rrencia era multitudinaria, Borges almorzaba muy fru­galmente junto a otro caba­llero con el que, además de comer y beber, dialogaban relajadamente.

Una botella, “tal vez, de Caballero de la Cepa Cabernet Sauvignon, coronaba la mesa”, precisó el autor de “No soy de aquí ni soy de allá”. Facundo, que evitó la identidad de su acom­pañante y sólo mencionó que “estaba con un amigo”, vio a Don Jorge Luis desde el ins­tante mismo en que, uno de los mozos, le abrió y contuvo la puerta vaivén al literato que padecía de ceguera. “Me propuse hablar con él, aunque sólo fuera saludarlo, decirle mi nombre pero, no imagi­naba cómo hacerlo”.

Facundo aseguraba que “sentía que la oportunidad se escurría entre mis dedos”. Profundo silencio entre los que lo escu­chábamos como en una cere­monia religiosa. “De pronto, la idea irrumpió, no tenía mucha guita pero, llamé al mozo y le dije que todo lo que bebieran el maestro Borges y su acompañante, lo pago yo”.

El mozo de La Biela cumplió. Borges, finalizó su comida, se puso de pie para mar­charse pero antes, quiso lo acompañaran hasta donde Facundo charlaba con su amigo. “Un caballero. El corazón comenzó a latir con fuerza. Lo vi acercase. Se paró frente a nosotros tomado de su bastón, nos agradeció la atención, nos preguntó nues­tros nombres y, cuando no lo esperábamos quiso saber de qué trabajábamos”. Se tomó su tiempo para continuar. Gran contador de historias. Prosiguió.

“Somos escrito­res, como usted, maestro, respondí. Borges, fue por más quiso saber sobre qué escri­bíamos. No lo pensé mucho y respondí con un involun­tario acto de rebeldía de la época. Somos cantautores de protesta dije e hice silen­cio. Don Jorge, fue simple y sencillo: ‘¡¡Qué maravilla – respondió- envidiable. ¡Can­ciones de protesta! Privile­giados realmente, porque yo, cuando me enojo, no se me ocurre un carajo!!.’ Con amabilidad, nos despidió y se fue”. Pasó en La Biela.

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