- Periodista: Mike Silvero
- Fotos: Carlos Juri
“De los lamentos no, Muro Occidental”, aclara una guía de manera enérgica y con una carga repetida ante la referencia a ese paredón de casi 60 metros de altura. Tan antiguo como nuestros recuerdos mismos y que fuera obra de Herodes para contener un extinto templo en el lugar más sagrado para los judíos.
Es la “Vieja Jerusalén”, la que está rodeada de piedras. Son unas 10 manzanas, no más de un km2 y en ese lugar conviven –o mejor dicho coexisten– representadas las tres religiones monoteístas más importantes del mundo: el cristianismo, con la Iglesia del Santo Sepulcro como emblema atendiendo a la muerte de Jesús; la Cúpula de la Roca desde donde el mundo islámico sostiene que el profeta Mahoma ascendió a los cielos, y que también por cierto es el lugar donde los judíos claman Abraham ofreció a Isaac a Dios como sacrificio.
Hasta hace siglo y medio la zona más sagrada de todo el mundo constituía gran parte de la zona urbana de Jerusalén. Hoy día la nueva Jerusalén asoma por todos los puntos cardinales con autopistas, locales comerciales de marcas multinacionales, y una actividad incesante, pero manteniendo un estricto respeto hacia la Ciudad Vieja de Jerusalén y sus murallas, reconocida desde 1981 como Patrimonio de la Humanidad de la Unesco y que se encuentra constantemente en peligro.
El gran barrio hoy lo habitan también los armenios y, al margen de las consideraciones religiosas, registra un constante movimiento en cuanto a la venta de suvenires y la gastronomía en sus pasillos de dimensiones indudablemente romanas. Se estima que todos los años al menos 3,5 millones de personas visitan este lugar.
A pesar de nuestra calidad de periodistas y contrario a lo que estipulan las leyes no escritas en Paraguay, formamos parte de ese número en este viaje. Todo el recorrido para tres comunicadores paraguayos es, si bien lento por la cantidad de visitantes, amigable. La “tensa calma” con la cual suelen describir los reportes internacionales a esta zona del mundo tan marcada por los conflictos, parece ser parte nada más que del léxico básico periodístico antes que una irrefutable verdad.
Hasta que toca ingresar al Muro, “Kotel” como su referencia más corta. Los niveles de seguridad son superiores a los aeroportuarios. Hay que desprenderse de cualquier objeto metálico o al menos sospechoso como lo son los cargadores y baterías de equipos de filmación y fotografía. Las preguntas se multiplican por parte de los encargados del ingreso, la fila se acrecienta y la paciencia de los que aguardan disminuye.
No obstante, una vez en ese lugar tan pequeño como paradigmático, se respira un aire distinto. Todo se disipa. La inmensidad del muro que parece contener el avance de la naturaleza y del mismo tiempo, abruma. La comunicación entre ojo y cerebro, y la relación con tantas películas repetidas por la televisión abierta en Semana Santa, pasan a ser una anécdota, estamos parados en el lugar que define en gran parte nuestro conjunto de valores, nuestra moralidad, la relación con nuestra familia y la visión del mundo que tenemos quienes –a sabiendas o sin decidirlo– hemos sido criados en una región que coincide en mucho de lo que allí se profesa.
No es el 2019, ni tampoco una era antes de Cristo. A pesar de lo que parezca, frente a la grandilocuencia del Muro estamos en el año 5779. Por respeto –así como en cementerios y sinagogas–, se accede con una kipá, el tradicional gorro judío y con solo una serie de pasos, las grandes piedras de Jerusalén que conforman ese muro, parecen atraer a su contacto.
Allí, en las ranuras se depositaban lamentos. La referencia es en pasado, porque la realidad hoy marca que los pequeños papeles doblados presentan más agradecimientos y plegarias. El Muro Occidental hoy es sinónimo de esperanza para un pueblo que hace menos de un siglo vivió y padeció su drástica reducción con la intención de su desaparición por quienes hicieron del odio su bandera. Hoy ese muro recibe y enseña, permite incluso en un sector más alejado y descubierto en exploraciones recientes que mujeres puedan acceder, en lo que se puede entender como una zona “inclusiva”.
Mucho de lo hasta aquí descrito está casi por seguro mejor detallado en cientos de libros al respecto, en documentales televisivos y en ensayos sociológicos, pero la experiencia no. Se trata de un lugar místico, en donde el aire da la sensación de ser más liviano, de recorrer pulmones cargando de energía a quienes lo visitan. Es la estación de recarga de fe para quienes al salir encuentran respuestas a preguntas que los angustiaban y ven sus creencias aún más fortalecidas que antes. Y para quienes no profesan ninguna cosmovisión sagrada, el solo hecho de compartir un terreno con tanta gente al mismo tiempo que acude para apuntar a hacer el bien contagia.
La tranquilidad se percibe incluso con los oficiales de policía que recorren y acceden a tomarse fotografías con los turistas, conversan en hebreo, pero pasan al inglés o incluso al español o ruso sin demasiadas complicaciones.
Cargado de misterio y dudas a sabiendas de que parte del muro está aún bajo tierra, ¿qué más hay en este lugar sagrado? Es una de las preguntas fundamentales, hasta el momento sin respuesta.
Un poco de historia
El judaísmo reconoce lugares sagrados; el más importante es el Templo de Jerusalén, construido por el rey Salomón, y del cual solo resta un área, específicamente el Muro Occidental. La mayor parte fue destruida en el año 587 A.C. en manos de los babilonios. Más de 500 años después el Imperio Persa reconquistaría Babilonia acabando con el éxodo judío, pero el Templo sufriría nuevamente, esta vez en manos de los romanos.
Para el judaísmo, el Mesías será el responsable de construir el Tercer Templo, solo que hay un pequeño inconveniente, un obstáculo: En ese lugar hoy está la Cúpula de la Roca, bajo control y dominio musulmán.
¿Por qué es tan importante el domo de la Roca? Porque es la piedra fundacional de las religiones y consecuentemente la base de toda nuestra construcción moral, sencillamente porque para esta milenaria religión allí empezó el mundo.
Avanzando hacia tiempos más cercanos, 1967 es un año clave, el de la Guerra de los Seis Días, ganada de manera brillante por Isaac Rabin como comandante al frente de Israel, que tenía poco menos de 20 años de creación como Estado y enfrentó a esta pequeña nación a la República Árabe Unida (Egipto), Siria, Jordania e Irak.
Tras el conflicto árabe-israelí, presente hasta hoy y con todavía proyección en el futuro, el momento más relevante en siglos para los judíos fue el arribo de paracaidistas al Muro Occidental una vez acabada la guerra, donde por la importancia religiosa genera un impacto histórico emocional en el pueblo judío. Más tarde, ese mismo día, los comandantes recorrerían este lugar sagrado que de manera deliberada bajo control árabe fue utilizado como basurero municipal en la zona este de la ciudad.
Significaba la reunificación de Jerusalén, de esta capital del mundo que hoy cambia perspectivas a incrédulos y refuerza credos e ideales de los ya convencidos.
No será barato acceder a billetes de vuelo o estadía en Jerusalén, pero se trata de un destino de esos que marcan un antes y un después en la vida de quienes la conocen, la respiran, la recorren y la viven en todo su esplendor actual, con todos sus recuerdos vivos en las murallas y con las grandes incógnitas de si alguna vez tendrá la fisonomía que sueñan los judíos u otro será su destino.