Son apenas las 10 de la mañana y los primeros clientes se apresuran a comprar su sabor favorito en la heladería de Silvio Molin Pradel, cuya familia, desde 1886, fabrica helados italianos en Viena, donde la moda de los “gelati” nació bajo el imperio austro-húngaro.
“Los colores deben ser pastel, es garantía de calidad”, explica a la AFP este heredero de una verdadera dinastía, que supervisa en la parte trasera una fabricación que sigue siendo artesanal. Situada en una plaza arbolada del centro de la ciudad, su heladería “Eissalon am Schwedenplatz”, una pizca retro, siempre está repleta.
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La temporada, que comenzó el 19 de marzo bajo el patrocinio de San José -protector de los trabajadores-, está en pleno apogeo en este ardiente verano. Durante varios meses la heladería recibe cada día unos 5.000 clientes. En Austria, un país con menos de 9 millones de habitantes, hay al menos 367 heladerías, que se reparten casi 200 millones de dólares de ingresos anuales.
Cada austríaco consume alrededor de ocho litros de helado por año, lo que representa 21 copas de tres bolas, más que en Italia, donde los ciudadanos saborean “sólo” seis litros. El imperio austro-húngaro fue uno de los primeros en plebiscitar los helados italianos fuera de la península, antes de que conquistaran toda Europa.
La epopeya comenzó cuando muchos habitantes del valle de Zoldo, en los Alpes italianos, como Arcangelo Molin Pradel -el bisabuelo de Silvio-, emigraron para huir de la miseria. Su hermano había aprendido a hacer helados en un barco gracias a un siciliano y le había transmitido sus conocimientos y tuvo la idea de venderlos paseando por el Prater, el gran parque de Viena.
Recetas secretas transmitidas de familia en familia
Su pueblo había sido austrohúngaro entre 1806 y 1866 y sabía que los vieneses estaban acostumbrados a los pasteles, confeccionados gracias al azúcar de remolacha. “Ayudó a democratizar el helado, que entonces estaba reservado a una clientela acomodada”, estima Silvio Molin Pradel sirviendo un expresso y desplegando su álbum de familia.
A base de agua -y no de una leche fresca más costosa-, los helados italianos estaban al alcance de los bolsillos de la clase obrera. A finales del siglo XX, los “gelatieri” consiguen el derecho de abrir verdaderas tiendas en Viena y, poco a poco, cientos y luego miles de italianos afluyen. “En las ‘gelateri’ se trabajaba solamente en verano. Los hombres volvían a casa en invierno. Incluso más tarde, cuando las mujeres se unieron, los niños permanecieron en casa de los abuelos”, cuenta la historiadora Maren Mohring.
Durante décadas, la temporada terminaba a principios de agosto, ya que la materia prima -como las frutas frescas- faltaba. Todo el mundo tenía que volver a Zoldo para el día 15 del mes, día de fiesta en el pueblo. Además, había que recoger el heno y prepararse para la llegada de los primeros copos de nieve.
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Una vez más, Silvio Molin Pradel retoma la ruta hacia Zoldo, situada a seis horas de Viena. El comerciante dice que necesita esta movilidad y el descanso invernal para conservar la inspiración. “Los fabricantes de helados del norte de Italia han velado por preservar la calidad de sus conocimientos, lo que explica su éxito”, subraya Maren Mohring. “Las recetas son a menudo secretas y transmitidas de familia en familia”.
En la antigua capital de los Habsburgo, quedan unas cuarenta “gelatieri”, que benefician de una denominación garantizada por una etiqueta específica. “Cada vienés le dirá que su helado italiano es el mejor”, ironiza Silvio Molin Pradel, cuyo negocio es floreciente y se lanzó a la producción de helados para una cadena de supermercados en las afueras de la capital. Y de ahora en adelante, los golosos austríacos pueden degustar un cucurucho hasta el mes de octubre.
Fuente: AFP.