Ñasaindy, una mujer paī tavyterã que pierde a su compa­ñero y que se queda, limitada por su única lengua, sin poder comunicarse en Suiza y en cuarentena por la pandemia global, es la protagonista de la nueva novela del periodista y escritor Julio Benegas, “La Cuarentena de Ñasaindy”.

Después de “Soledad” y “Vuela Soledad”, Benegas vuelve a poner a una mujer en el eje de su historia nutrida de elementos narrativos pro­pios de la crónica, un lugar que conoce por oficio y pasión.

Tras meses de investigación y redacción, el libro fue lan­zado en noviembre último y La Nación indagó al escritor respecto a este nuevo trabajo.

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–Escribís una novela con el contexto de la reali­dad actual de la que todos hablan, pero la cruzás con la temática indígena, que es un drama histórico que todos prefieren callar. ¿Cómo se cruzan esos esce­narios y conflictos en tu trabajo actual?

–Ese cruce del mundo indí­gena con la actualidad es equivalente a una realidad que avanza, que es la estruc­tura depredadora del modelo de acumulación, tanto sojero o ganadero, que va ganando todos los territorios indíge­nas y todos los territorios campesinos también. Es una realidad civilizatoria, esta­mos ante una oleada de rea­cumulación de los recursos naturales y la destrucción de los antiguos hábitats. En eso hay asesinato, hay sicariato, hay un montón de mundos ahí que se cruzan.

–¿Elegís con intencionali­dad a mujeres como centro de tu historia? ¿Por qué?

–Finalmente otra vez una mujer, así como “Soledad”, mi primera novela; así como en “Vuela Soledad”, y esta también. Mirá, yo soy hijo de una matriarca, la imagen de mi madre es muy supe­rior, es mucho más fuerte, mucho más total que la de mi padre e imagino que algo de ahí viene. Pero imagino que es un tiempo de las mujeres. Las mujeres se interpelan, vuelven, entran en crisis, se rehacen y ocupan espacios y la pelean desde otro lugar. Es el tiempo de las mujeres. Siglo XXI definitivamente, por un cambio gigantesco por el tiempo de acumulación y pro­ducción capitalista, los varo­nes entramos en crisis, somos personajes mínimos ante una cantidad de cosas, y eso se puede ver muchísimo en las organizaciones campesinas, en las ollas populares, fuertes liderazgos femeninos. Este es el tiempo en el que también están en los bares, en el que discuten montón de cosas. Creo que viene por ahí, por mi encantamiento profundo con la que probablemente es la imagen más fuerte que tuve en mi vida, que es mi madre, y el desarrollo propio, la coinci­dencia de que estos son tiem­pos en los que las mujeres tie­nen mayor firmeza y mayor solidez en encarar muchas cosas; y, por lo tanto, para mí sus perfiles son mucho más agradables y sus historias son super historias.

–¿Es el realismo en tus narraciones una forma de denuncia de un presente que parece no ser visto por otros?

–Por un lado, yo creo que hay mucha gente interesada en describir esos cuadros de realidad y hacerlo también con todas las herramientas del oficio de cronista, que tie­nen un montón de herramien­tas. Entiendo que hay mucha gente que quiere hacerlo y que no tiene las herramien­tas, el tiempo y las condicio­nes necesarias para enfrentar esas tareas. Por el otro lado, hay obviamente una canti­dad de cosas que se trabaja con los medios de comunica­ción, con elementos sensacio­nalistas nomás, vulgarizando todo nuestro proceso social, ubicando a los sujetos socia­les siempre en conflictos de intereses, ruines o delincuen­ciales, y así la historia de este pueblo no existe.

El pueblo no tiene historia en este país. No hay una teleserie sobre una familia campesina, sobre una familia urbana. Siempre es sangre, telediarios, facas, aprietes y supuestas incon­ciencias y cosas por el estilo. Y nunca aparecen nuestras his­torias, los pobres somos una masa gigante que produci­mos basura, comemos comida chatarra, nos peleamos entre nosotros, estamos a punto de asaltar el banco o el pan­chero de la esquina, y hasta ahí, por ahí nomás nuestras vidas existen. Entonces yo, como vengo de ahí y no quiero irme de ahí tampoco, estoy permanentemente descri­biendo cuadros de la realidad, ficcionándolos o trabajando directamente con formas periodísticas, pero es la rea­lidad la que se impone. No sé si otros no quieren verlo, pero hay muchas voces secuestra­das en este país.

–¿Qué necesidades, condi­ciones o incertidumbres de la vida social o de tu propia vida se te rebelaron en esta cuarentena global que se pueden encontrar “La Cua­rentena de Ñasaindy”?

–Los personajes entran todos en cuarentena y de hecho hay mucho mío ahí. Ha sido, diga­mos, un espectáculo increí­ble en tiempo real. Proba­blemente no haya habido un caso tan mundial que se sienta y se viva como realidad cotidiana. También vimos aquella mano de Maradona o el WTC, pero esa cosa que vos sentís que ha estado en vos es una novedad absoluta y es un primer registro mun­dial de esas características, ni siquiera las guerras mun­diales han construido un escenario tan complejo, tan completo y tan totalizando como la pandemia. Enton­ces, yo también como sujeto envuelto en eso, tratando de entender y comprender, de ver cómo salir, viendo cómo hacer las cosas, desde dónde pensar, desde dónde sen­tir, desde dónde sobrevivir, obviamente la novela está atravesada por ese momento, de la angustia, del no saber qué hacer, del vy’aÿ, de la tris­teza profunda de no poder abrazarse.

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