El autor británico de novelas de espías John Le Carré, fallecido el sábado pasado por la noche a los 89 años, contó igual de bien los entresijos de la Guerra Fría como el lado oscuro de la globalización. Su éxito mundial llegó tras la publicación de su tercera obra, “El espía que surgió del frío” (1964), que escribió con 30 años, “consumido por el aburrimiento” que le procuraban sus actividades de diplomático en la embajada británica de Bonn, en Alemania.
En realidad --no lo reconocerá hasta el año 2000-- este puesto solo era una cobertura de su verdadero trabajo de espía para los servicios secretos británicos (MI6). El libro, del que se vendieron más de 20 millones de ejemplares en el mundo, cuenta la historia de Alec Leamas, un agente doble británico en Alemania del Este. Su adaptación a la gran pantalla, con Richard Burton como protagonista, marca el comienzo de una larga colaboración con el cine y la televisión.
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Fue en los años 70 cuando surgió el héroe favorito de Le Carré, el tímido George Smilye, a menudo considerado como el arquetipo del anti James Bond: rígido, paranoico, pero con una aguda inteligencia, “parecía un sapo. Bajo y fornido, llevaba gafas de cristal grueso que le agrandaban los ojos”, describe el escritor en “Asesinato de calidad” (1962).
En “El topo” (1974), primera entrega de una trilogía cuyas intrigas encajan como muñecas rusas, este temido oficial de inteligencia va a desenmascarar a un topo soviético infiltrado entre su jerarquía. La continuación, “El honorable colegial” (1977) y “La gente de Smiley” (1979), se convierten en best sellers y fueron adaptados a la televisión por la BBC y al cine, con Gary Oldman en el papel de Smiley.
La carrera de John Le Carré como agente secreto se vio arruinada por el agente doble británico Kim Philby, que reveló al KGB (los servicios de inteligencia de la URSS) la cobertura de muchos de sus compatriotas. John Le Carré dimitió entonces del MI6. Pero acostumbrado a reírse de sí mismo, más tarde confesó que de todas maneras había sido un mal espía. También contó que sus superiores le habían autorizado a publicar “El espía”, pues el libro es, según él, “pura ficción de principio a fin”.
Un hombre enfadado
Con el fin de la Guerra Fría en 1991, John Le Carré comenzó a abordar las derivas del nuevo orden mundial construido sobre las ruinas del Muro de Berlín: mafia, tráfico de armas y de droga, blanqueo de dinero y terrorismo. Su 18ª novela, “El jardinero fiel”, adaptada también al cine, denuncia los abusos de las multinacionales farmacéuticas en un Kenia poscolonial “saqueado, corrupto y lleno de decadencia”.
En “Un traidor como los nuestros” (2011) o en “Una verdad delicada” (2013), el escrito libra una feroz sátira contra los amos del mundo que trabajan desde los salones tamizados de las embajadas, ministerios y bancos. John Le Carré era un hombre celoso de su intimidad. Prefería los acantilados de su casa en Cornualles al mundano mundo literario.
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Hace unos años contrató a dos detectives con la idea de iniciar una autobiografía, ordenándoles reunir “un dossier” sobre él y su familia para establecer la verdad. “Porque soy un mentiroso, educado para esto, entrenado en esto por un servicio que miente para vivir”, y reinventando constantemente su propia vida, les explicó. Pero volvieron con las manos vacías.
En 2016 publicaría algunos recuerdos en “Volar en círculos”. Se remonta a su infancia para explicar la cólera que le habita: nacido el 19 de octubre de 1931 en Poole, pequeña estación balnearia del sur de Inglaterra, su madre lo abandonó a los 5 años a un padre tirano que era un estafador y del cual hizo un perfil, apenas disimulado, en “El espía perfecto” (1986).
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“La gente que ha tenido infancias infelices es bastante buena para inventarse a sí misma”, le gustaba decir. Casado dos veces, tuvo cuatro hijos y trece nietos. En 2011 legó todos sus archivos a la biblioteca de Bodley, fundada a principios del siglo XVII en Oxford, donde estudió idiomas en los años 1950.
“Para Smiley, como para mí, Oxford es nuestra casa espiritual”, explicaba. “E incluso si tengo un gran respeto por las universidades estadounidenses, la biblioteca de Bodley es el lugar donde descansaría lo más felizmente posible”.
Fuente: AFP.