La desinformación no es un fenómeno nuevo. Probablemente nació a la par que los primeros intentos de sistema­tizar la comunicación humana. Pero hoy presenta síntomas de metástasis. Ha inva­dido todo el cuerpo social. Situación agravada en las últimas décadas del siglo pasado cuando la politización de los medios y la mediatización de la política se convirtieron en una verdadera pandemia. Aunque, en apariencia, no se falta a la verdad, una palabra fuera de contexto evi­dencia la alteración intencional de los aconte­cimientos. En ese espacio que es tierra de nadie se presentan con pretensiones de certidum­bre, suposiciones, rumores, las más temerarias hipótesis y situaciones sujetas a demostracio­nes. Son argumentos erróneos dentro de lo que se denomina falacia formal, pues se plantea una conclusión válida a partir de afirmaciones con­dicionales.

Los títulos de los diarios dejaron de ser el reflejo de las noticias cuando el contenido no satisface las expectativas de sus propietarios o de los pro­pios periodistas militantes. Y decimos títulos, porque el público perdió la sana costumbre de leer los textos para quedarse exclusivamente con los encabezados o acápites. A eso debemos añadir las groseras distorsiones de la realidad, de cuanto declaran los protagonistas o las omi­siones de todo aquello que pueda desviarlos de sus propósitos. Los dos conglomerados mediá­ticos de nuestro país no tienen pudor alguno en manipular hasta informaciones que provienen del exterior, con tal de perjudicar a sus enemi­gos. Juzgan antes de tiempo, esbozan escena­rios posibles que solo figuran en su imaginación. La cuestión es instalar una idea. Los políticos que se apartan de la agenda mediática serán condenados al fuego eterno del infierno. Y si, por ahí, toman resoluciones en el mismo sen­tido que dichos medios, dirán que fue gracias a la presión ejercida sobre estos hombres públi­cos. Se creen muy astutos, pero, como venimos señalando desde hace un buen tiempo, tenemos una sociedad que ya no se deja embaucar por el constante chantaje al poder de los empresarios de la comunicación.

En una de las publicaciones recientes de la Real Academia Española sobre la importancia del lenguaje claro y accesible se enfoca con preocu­pación este tema: “Desinformación no signi­fica carencia de información, sino información falsificada y deformada intencionalmente con el fin de manipular la opinión pública en favor de intereses económicos, políticos y sociales”. Como si estuviera graficando nuestra cotidiani­dad, agrega que “siempre han existido violacio­nes de la verdad, pero el ciudadano nunca se ha visto tan expuesto a la fabricación y divulgación sistemáticas de bulos, de falsedades, e incluso de mentiras desmesuradas o profundas”. Y lo que dijimos al principio: “Se difunden noticias no verificadas y sin soporte fiable como verda­des absolutas”. Quienes evalúan a los medios de comunicación con sentido crítico, con la razón como sustento, o con la agudeza del sentido común, podrán percatarse fácilmente de lo que estamos experimentando –y, no pocos, hasta sufriendo– todos los días en nuestra sociedad. Y es un ejercicio alevoso y compulsivo de la men­tira, porque mienten a sabiendas de que mien­ten. Ya lo dijimos en varias otras oportunidades, pero es importante recalcarlo para que esta des­preciable práctica queda expuesta, una vez más, ante los ojos del tribunal ciudadano. Sabemos que una de las definiciones clásicas de la infor­mación señala que se trata de un conjunto de datos que son útiles para la toma de decisiones. Pero aquí los datos son amañados para “mani­pular creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y actitudes sociales” (del texto ya mencionado).

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Estas maniobras mediáticas y políticas son un cáncer para la democracia. Porque procuran afanosamente –casi desesperadamente– ins­talar una “verdad” a medida, a partir de errores conceptuales, afirmaciones sin sustento –que, por lejos, contrastan con la realidad– y frases extraídas sin el debido contexto. Son los mismos medios de comunicación que durante años fue­ron funcionales a la dictadura y que, de repente, vieron la luz de la libertad y la justicia. Natural­mente, no podemos negarle a nadie el derecho a la redención. Pero está visto que nunca fueron valores y principios los motivos de su cambio de posición, porque hoy mismo anhelan en el poder a quienes respondan a sus intereses, caprichos y expectativas crematísticas.

Esta desinformación sistemática y programada apunta a socavar las bases de dos institucio­nes republicanas: Poder Ejecutivo y la Junta de Gobierno del Partido Colorado. Y dentro de este partido, específicamente al movimiento Honor Colorado. Es el deseo más ferviente de estas corporaciones mediáticas instalar nuevamente en el Palacio de López a una persona servil, genuflexa y sin carácter, que acomode su ges­tión a la agenda de los órganos periodísticos que apoyaron e impulsaron su candidatura. Y todo en nombre de la “lucha contra la corrupción” y la “verdad”. Aunque ya se olvidaron de los cinco años de latrocinio de quienes estuvieron en el gobierno de 2018 a 2023. ¿Y la verdad? Obvia­mente, esto es lo que menos les interesa.

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