Más allá de sus orígenes filosóficos, su evolución doctrinaria y su pragmatismo en la representación real, la democracia moderna no se funda tanto en la confrontación innecesaria, provocada a propósito, como en el consenso que aspira a ser fecundo y multiplicador del bienestar económico, social y cultural. Vemos, sin embargo, que en muchas naciones del Viejo Continente existen un rebrote nostálgico del conflicto y nuevas crisis deliberadas, como mecanismo para acceder al Gobierno. Y en ese trajinar, increíblemente, convergen partidos políticos de diferentes extracciones ideológicas, algunas de ellas diametralmente opuestas, pero que sirven para obtener mayorías coyunturales. Ya hemos visto en el pasado cómo y en qué terminaron estas alianzas materializadas exclusivamente para alcanzar el poder, sin propuestas planificadas para administrar el Estado. Esa mentalidad inescrupulosa y egoísta es la que debemos derrotar.
Nosotros, como país, a lo largo de nuestra historia hemos vivido experiencias similares que no pocas veces acababan en tragedias. A partir de esos hechos que no debemos olvidar para evitar reincidir en ellos, los diferentes actores y líderes de la sociedad tienen el ineludible compromiso de apostar a la prudencia, el diálogo y la tolerancia mutua para diseñar el futuro tantas veces postergado por rencillas sectarias y ambiciones personales que impiden visualizar con criterio racional la urgencia de construir lo por-venir con desprendimiento y generosidad. Porque tenemos un pueblo que reclama sus legítimas reivindicaciones en el presente para asegurar la proyección de las generaciones que mañana habrá de asumir el protagonismo en la conducción nacional. Aunque se trata de un lugar común, no existe nada más apropiado que enseñar con el ejemplo. Solo así evitaremos que se repitan los vicios y las enemistades que obstaculizan el crecimiento económico equitativo y el desarrollo humano sin exclusiones, pero a un ritmo sostenido, sin pausas ni retrocesos.
Esa tarea demanda, al mismo tiempo, abrirnos a otras sociedades con signos democráticos, porque nadie puede subsistir de manera aislada, cerrando las puertas al intercambio del conocimiento, la tecnología y la ciencia. Durante décadas Paraguay siempre fue la “incógnita” para el resto del mundo, principalmente en el campo de la literatura, lo que ha motivado que muchos de nuestros intelectuales y escritores trabajaran afanosamente para sacarlo de lo que algunos denominaron el “pozo cultural” y otros como una “isla rodeada de tierra”. De manera que el concepto de consenso no se agota a cuestiones internas. Debemos, además, insertarnos en un mundo cada vez más complejo en condiciones de dignidad, para que se unifiquen criterios en el extranjero sobre las bondades de un país con enorme potencial energético, tierra fértil y seguridad para los inversionistas, siempre dentro del marco del respeto a nuestras leyes ambientales y laborales.
Es imperiosa, consecuentemente, la tarea de develar la cortina para que nos descubran como una nación amigable con la clase trabajadora, las fuerzas productivas y los conglomerados empresariales, garantizando la prosperidad para todos los sectores, fortaleciendo exponencialmente la lucha contra la pobreza y a favor de un sistema educativo pertinente y de calidad. Esa gestión que está llevando adelante el actual gobierno, aunque criticada por los cuestionadores de oficio y que no saben hacer otra cosa, tendrá sus frutos; algunos serán inmediatos o a corto plazo y otros serán recogidos con mayor tiempo, porque de eso se trata el Estado con vocación política: no se agota en un periodo de gobierno ni depende de la transitoriedad de los hombres en el poder.
El presidente Santiago Peña, paralelamente a su orientación diplomática con fuerte énfasis en el Ejecutivo, tiene que poner su mejor empeño para alcanzar un grado aceptable de consenso entre todos los sectores de nuestra sociedad. Es el camino de la gobernabilidad y del progreso. Y nadie debería oponerse a una convocatoria de esa naturaleza. Incluso aquellos que han predispuesto el ánimo para debilitar su gobierno, sin importar los medios, no deberían negarse a una mesa de diálogo por el bien del pueblo paraguayo. Y, en todo caso, una negativa también será provechosa para que la ciudadanía tenga conciencia de quiénes son los que verdaderamente trabajan por el país y quiénes los que solo ambicionan el poder por los atajos mezquinos del agravio, la infamia y la destrucción del adversario.