A veces, nuestros editoriales retornan con cierta frecuencia sobre caminos ya andados, porque las razones que nos impulsan a escribirlos se repiten con inescrupulosa y enfermiza sistematicidad, más allá de los argumentos que demuestran sus falacias, es decir, sin conclusiones probadas, pero que tienen la intención de engañar al destinatario. Entre sus otros sinónimos encontramos fraude y mentira. En términos técnicos se conoce esta desleal estrategia comunicacional como desinformación programada con la ambición de condicionar la conducta de la ciudadanía. La Real Academia Española, en su “Guía panhispánica de lenguaje claro y accesible”, la denomina “principio de la verdad ilusoria” que “nos lleva a considerar como cierta una noticia que se escucha de forma repetida”. Han trasladado al periodismo la frase de Voltaire: “La política es el arte de mentir a propósito”. Igual que el conocido enunciado del jefe de la propaganda nazi, Joseph Goebbels: “Mentid, mentid, que algo queda”. Ese algo implica que algunos van a quedar convencidos de las patrañas que se propalan desde algunos medios de comunicación convertidos en cadenas para desparramar infundios. Y sin pudor, algunos recurren a los disfemismos, expresiones ofensivas y groseras, tratando de golpear con mayor fuerza a sus enemigos. Así, al presidente de la República le han calificado con los más denigrantes adjetivos despectivos, convirtiendo la libertad de expresión en el vertedero de los residuos escatológicos.
La crítica está garantizada por la propia Constitución Nacional, pero los cuestionamientos tienen que estar rigurosamente sostenidos por la veracidad, la comprobación evidente y el celo por la profesión. Lamentablemente, sobre todo para el buen periodismo, se encargan de hurgar entre bazofias para, luego, lanzarlas al viento, sin importar dignidades, honras ni investiduras. Lo peor es que, con que esta práctica perversa, alimentan el olvido y la impunidad, ignorando deliberadamente la tragedia que representó el gobierno de Mario Abdo Benítez (2018-2023) en términos de corrupción galopante, muertes evitables durante la pandemia del covid-19, mediocridad generalizada y privilegios ilimitados para parientes, amigos y cómplices de fechorías, entre ellos, algunos de estos medios.
En los últimos días, solo es cuestión de hojear esos diarios –que registran, bien o mal, la memoria escrita– para encontrar que prácticamente todos los días son entrevistadas las mismas personas, todas ellas seguidoras del exmandatario, considerado, a partir de los hechos, como el presidente más disoluto de toda la transición democrática. Uno de ellos, expulsado por alta traición a la Asociación Nacional Republicana, y no por su oposición a su actual titular, como intentan hacer creer desde sus hojas. Fue borrado del padrón de afiliados por su constante ataque a las posibilidades electorales que tenía el entonces candidato a la Presidencia de la República, Santiago Peña, en una abierta campaña para, efectivamente, debilitar sus chances. A pesar de la prédica de la oposición (incluyendo la disidencia colorada) y de sus aliados mediáticos, ganó ampliamente los comicios generales del 30 de abril de 2023. El otro es un diputado de medio pelo, sin ninguna relevancia, salvo su activa presencia en las redes sociales, reproduciendo libretos ajenos, y, por último, el más mediocre –o intelectualmente modesto, por usar un eufemismo– de los últimos ministros de Relaciones Exteriores, convertido, repentinamente, en experto en asuntos internacionales. Los tres están asiduamente pegados a Marito.
Aparte de las falacias, apelan a los sofismas, porque parten de argumentos falsos, con apariencias de verdad. Lo concreto es que el presidente Santiago Peña ha realizado numerosos viajes a países con los que podríamos obtener beneficios mutuos –y ya confirmó que lo seguirá haciendo–, pero la crítica se centra exclusivamente en la cantidad de veces que se ausentó del Paraguay, sin analizar los resultados obtenidos ni las conveniencias para nuestra gente en cuanto a la captación de inversiones, generación de empleos, crecimiento económico y reducción de la pobreza. Ningún análisis serio, aunque sea mínimo. Todo se reduce a la denostación, la afrenta y la injuria.
En el fondo, lo que irrita a la oposición en sus diversos ramajes y a las cadenas mediáticas declaradamente contrarias a Santiago Peña es que el mandatario no se deja manejar por quienes quieren marcarle su agenda. Con sus aciertos y errores, absolutamente normal en los seres humanos, ha diseñado el destino de su gestión sin dejarse intimidar por los que apuestan a su fracaso. Fracaso que sería el pedestal para impulsar a sus candidatos para el 2028. Además, el presidente es consciente de que nada de lo que haga agradará a sus críticos impenitentes. Tampoco está para eso. Para dar gusto a los devaneos esquizofrénicos de sus enemigos. Porque, hasta los hechos que son aplaudidos por la sociedad ellos tratan de embardunar con sus malintencionados anatemas. Por último, y más importante, la palabra final la tiene el pueblo y no quienes sueñan con volver a los tiempos en que solo ellos se consideraban a sí mismos como los grandes electores en el Paraguay.