Nuestra línea editorial siempre se mantuvo en la actitud rectilínea de contribuir a la construcción de una democracia sustantiva, aquella que no se reduce a los formalismos legales y anuncios grandilocuentes, y que, al contrario, apuesta a un Estado que interviene en forma decidida y sistemática en las zonas económicamente más vulnerables de nuestro país y, en consecuencia, socialmente marginadas de los beneficios del progreso, la educación y el conocimiento. Y en ese pernicioso círculo, estos grupos padecen de la falta de empleo o son explotados en los subempleos por no considerarse mano de obra calificada. Y encadenan a su cintura a sus hijos que repiten la misma historia de tragedia de sus padres.
El actual Poder Ejecutivo, con todos los errores que se le pueda apuntar, se está atreviendo a lanzar plataformas de gobierno inéditas para nuestro medio, pero no con una intención efectista, de corto plazo, como ocurrió en varias administraciones del pasado, sino que están diseñadas para consolidarse en el futuro, pensando en las generaciones por venir. El presidente de la República que asuma el 15 de agosto de 2028 necesariamente tendrá que continuar por esa ruta de demostrada eficacia para arrancar a las clases populares de la pobreza y la extrema pobreza. Salvo que, conscientemente, el nuevo inquilino del Palacio de López decida someterse al escarnio público por egoísmos o malquerencias personales o partidarias.
La arrogancia del que cree que solo él puede hacer bien las cosas y que todo lo anterior debe ser desechado es el camino comprobado de nuestros repetidos fracasos. Un mismo pueblo paga las consecuencias de esta soberbia que pretende cubrir la más supina ignorancia de lo que hay que hacer en función del Estado.
En ese afán nuestro de sostener una política enderezada exclusivamente al bien común, con todos los indicadores necesarios para que ello ocurra, debemos subrayar, una vez más, que el crecimiento económico inclusivo y un sostenido desarrollo humano reclaman un cimiento esencial, insustituible, de evasión imposible: desterrar la impunidad. Decimos impunidad porque descuajar por completo la corrupción es una tarea difícil, puesto que se enseñoreó por décadas de las instituciones públicas y traspasó todos los niveles de nuestra sociedad. La lucha frontal para combatirla tendrá notorio impacto en su disminución, pero es prácticamente imposible su desaparición absoluta. No somos negativistas, sino observadores crudos de la realidad que nos agobia.
Por eso es imprescindible castigar sin contemplaciones a quienes se aprovecharon de los recursos del Estado para provecho propio, familiar y de círculos de amigos. Terminar con la impunidad será el antídoto más efectivo para disminuir drásticamente los índices de corrupción.
Es indignante que los rostros visibles de uno de los gobiernos más nefastos de nuestra historia sigan pontificando sobre democracia, honestidad, tolerancia y pluralismo, cuando que fueron los más miserables perseguidores de sus propios correligionarios, por el solo hecho de pertenecer a un movimiento político diferente al de ellos. La lista es pública y, por cierto, larga. La administración de Mario Abdo Benítez robó durante la pandemia provocada por el covid-19, con su saldo trágico de 20.000 fallecidos. Miles de esas muertes pudieron ser evitadas, pero prefirieron priorizar la angurria, la codicia y el desenfrenado deseo de acumular fortunas a costa del sufrimiento de nuestro pueblo.
Ese crimen de lesa humanidad no puede ser perdonado, mucho menos olvidado. Estos corruptos deben enfrentar a la Justicia sobre la base de investigaciones y auditorías que hace rato los responsables de cada ministerio, entes descentralizados y binacionales tendrían que haber elevado a consideración del presidente Santiago Peña.
La impunidad de la que hoy gozan los señaladamente corruptos del gobierno de Mario Abdo Benítez –incluyendo al exmandatario– le animan de salir nuevamente a la palestra como jueces del actual jefe de Estado. Con un descaro que no tiene parangón levantan el índice acusador en contra de sus enemigos políticos, cuando que tienen la conducta más sucia que pecho de cocodrilo, como diría uno de sus propios aliados, aunque refiriéndose a los demás.
Tienen la personalidad cubierta con la mugre del latrocinio, el bleque de la codicia, el fango de la impudicia y la podredumbre de la hipocresía en su más alto rango. Usaron el poder hasta para la satisfacción de sus más bajos instintos y sus más disipadas pasiones. Claro, todo a costa del Estado. Tan bajo han caído que tocaron las puertas de la última escala de la lujuria y el saqueo al Tesoro Público. Poner fin a la impunidad será el primer paso para recuperar la confianza en la democracia y en los gobernantes de turno. Será justicia.