En la clásica enumeración de las funciones del periodismo –en aquella época prácticamente redu­cido al escrito– figuraban infor­mar (de manera veraz y oportuna), generar pensamiento crítico mediante la línea edito­rial y las columnas de opinión y, por último, entretener. A veces estas tres caracterís­ticas podíamos encontrar en los llamados grandes reportajes o reportajes a profundi­dad –no confundir con entrevistas, aunque también solían incluirlas–, que partían de investigaciones, acontecimientos extraor­dinarios, civilizaciones perdidas, pueblos olvidados y las llamadas de interés humano. Pero entretener nada tenía que ver con publi­caciones que proyectaban efectos narcoti­zadores y alienantes –consciente o incons­cientemente– sobre la conciencia ciudadana. Lo realmente importante, trascendente, fue pervirtiéndose a veces hacia lo morboso, la ramplonería y el escándalo, ventilando inti­midades de algunos famosos y otros no tanto. Esa forma de hacer periodismo tuvo grandes contribuciones de parte de sus potenciales protagonistas o víctimas, creando un verda­dero subgénero dentro de la profesión.

Y, luego, apareció la denominada prensa sen­sacionalista o amarilla que, aparte de todo lo mencionado anteriormente, incorporó hechos de violencia y sangre, exhibiendo escenas escabrosas sin pudor alguno. Pero un sector de los medios de comunicación, ya con un ampliado abanico de canales de expresión, a los que debemos añadir hoy las redes socia­les, procura mantener un modelo centrado en la seriedad, la lealtad al público, el manejo ecuánime de los acontecimientos y la credibi­lidad ganada precisamente por la observan­cia fiel de todo cuanto antecede. Sin que ello implique relegar o despreciar el lado diver­tido, irónico, sarcástico y hasta ácido que puede surgir en el tratamiento de una noticia. Es más, la sátira manejada con elegancia y creatividad suele tener efectos más demole­dores sobre el hecho a criticar.

Partamos de lo esencial: no estamos conde­nando que cada empresa ejerza su derecho a elegir el estilo de periodismo que desee lan­zar al mercado. Porque de eso se trata la libre competencia. Quienes se sientan aludidos por los delitos de infamias o difamaciones pueden recurrir a lo que la propia Constitución Nacio­nal prescribe para reparar agravios e infun­dios. La profesión no concede inmunidad ni impunidad. Lo que no es compatible con la democracia es la censura previa. Dicho esto, vayamos a la razón de esta larga introducción. La tentación del morbo seduce a los medios de comunicación que anteriormente pretendían presentarse ante la consideración pública como serios, responsables y críticos. Porque en esta última semana, a modo de muestra, acapararon espacios la coincidencia del color de las chaquetas de dos senadoras, las faldas excesivamente cortas de algunas trabajado­ras del Congreso de la Nación y el derecho que tienen las mujeres (o sea, estas funciona­rias) de ser p…, si así se les antoja. Esta situa­ción es una clara evidencia de que urge den­tro del Poder Legislativo un Código de Ética, porque una cosa es la vida privada y otra, radicalmente diferente, el decoro que están obligados a demostrar todos los servidores del Estado en el ejercicio de sus labores coti­dianas. Es más, un escándalo de la vida pri­vada, en otros países, suele costarles el cargo a ministros, primeros ministros y parlamen­tarios. En el fondo, el problema es mucho más grave y alguna vez deberá tener un corte definitivo: la contratación de personal que no reúne el mínimo requisito para desempe­ñarse con solvencia y honorabilidad en ese lugar que, por lo general, es la vidriera donde se exponen cotidianamente aquellos que son severamente juzgados por la ciudadanía.

Como podrá apreciarse, ese periodismo deva­luado es también el reflejo de un Congreso de mala calidad. Y, como un círculo vicioso, algunos integrantes de la Cámara de Senado­res o la de Diputados, para conseguir espacio y protagonismo en dichos medios, recurren sistemáticamente a la práctica de la política administrada desde el escándalo, la exalta­ción esquizofrénica de uno mismo y los cues­tionamientos fáciles, sin el rigor de la funda­mentación razonada, que van abriendo una fisura cada vez más grande entre la repetida mediocridad y la excelencia exigida a la clase política y al periodismo en general.

No estamos promoviendo que los medios de comunicación ignoren las discusiones baladíes o las expresiones de pésimo gusto durante las sesiones del Congreso de la Nación. De lo que estamos hablando es que no les demos la entidad de información o de noticia de interés para la sociedad, sino que pongámoslos bajo la lupa crítica de cómo se está degradando un recinto que debe ser luz del debate apasionado, pero inteligente, crea­tivo y sagaz. Esa es la forma en que los jóvenes se mostrarán interesados en incursionar en política para encarar un saludable, y necesa­rio, recambio generacional y ético.

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