La libertad de expresión y, consecuentemente, el derecho a la crítica es extensiva a todos los ciudadanos, sin restricción previa alguna, en una sociedad democrática como la nuestra. Pero para que el mensaje pueda tener proyecciones de credibilidad, quien lo pronuncia precisa demostrar testimonio de vida. Esto es, sus palabras exigen estar en correspondencia con los hechos. Cuanto dice debe compadecerse de su conducta. Una persona sin prestigio, sin reputación, sin autoridad moral no puede ser portadora de credenciales de fiabilidad, porque no es digna de confianza por sus antecedentes que contradicen su discurso.
Solamente puede tener eco en aquellos que provienen de los mismos torcidos caminos, por los obnubilados por el fanatismo y el resentimiento, o por quienes comparten, por razones materiales, sus oscuros designios y utilidades empresariales. La turba –políticos y medios de comunicación coaligados en la complicidad y la corrupción– grita desaforadamente, casi con desesperación, procurando distraer la atención ciudadana, para que la mirada caiga en otra parte y no sobre sus perversos y manipuladores integrantes y sus acciones igualmente perversas. Es una regla básica de la propaganda.
En la reciente semana, con la reaparición pública del expresidente de la República Mario Abdo Benítez hemos presenciado –igual que cuando estuvo en el poder– las conexiones bastardas que disparan contra la verdad y la contundente realidad, entre este funesto personaje y los medios de comunicación administrados por Natalia Zuccolillo y Antonio J. Vierci; es decir, los agrupados alrededor de Abc Color, por un lado, y, por el otro, Última Hora, Telefuturo y radio Monumental. Hay que redondear las letras con toda claridad. Fue una campaña de resurrección de quien, en estos momentos, debería estar en la cárcel por los robos millonarios (en dólares) al Tesoro, por tráfico de influencias para vender el producto de su empresa –con rango de prioridad– a las vialeras que tuvieron a su cargo la construcción de rutas durante los últimos cinco años, por la muerte de 20.000 personas, miles de ellas pudieron ser evitadas si no fuera por el despilfarro inmisericorde de los recursos destinados a salvar vidas, y por utilizar ilegal y espuriamente las instituciones del Estado para perseguir a sus enemigos.
En las últimas entrevistas de Marito en sus medios aliados y pagados durante su administración a través de publinotas y avisajes de las binacionales, con periodistas que vendieron su dignidad al odio y al moro (es a propósito), atacó a la empresa que fuera del presidente de la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana como de “tremenda mala reputación”. Mario Abdo Benítez heredó un imperio económico construido con el sudor, el sufrimiento y la humillación de nuestra sufrida gente. Su padre, con el mismo nombre, de simple dactilógrafo, sin oficio ni estudios, ascendió al cargo de secretario privado del sanguinario dictador Alfredo Stroessner, amasando un incalculable imperio, al punto de construir una mansión sobre la costosa avenida Mariscal López.
El propio Marito fue al colegio privado más caro del Paraguay con plata expoliada al pueblo paraguayo, aunque no le fue de provecho por las evidencias constantes de su analfabetismo funcional. En síntesis, el origen de la fortuna del exmandatario está teñido de la sangre de obreros, campesinos y políticos que pensaban diferente. De aquellos que fueron torturados en las mazmorras del autoritarismo, de los que están sepultados en tumbas anónimas y de los que conocieron el rigor del exilio por la sola condición de criticar y disentir con la dictadura.
De ahí proviene Abdo Benítez, hijo. Cierto es que los hijos no heredan los pecados ni los errores de los padres. Pero él decidió seguir por el mismo camino. Fue el que rindió tributo al déspota que mantuvo cautivo al Paraguay durante 35 años, bajo el peso de su despiadada bota, después de su muerte en Brasil. Lo hizo desde la propia Junta de Gobierno de la cual era miembro. ¡Vaya ironía! Fue en el mismo recinto que el dictador vació con el destierro de quienes tenían una actitud de contestación a su poder.
Sin embargo, eso no fue todo. Durante el tiempo que duró su gobierno, el de Marito, menospreciando el recuerdo doloroso de nuestro pueblo, se pasó defendiendo –y lo sigue haciendo– aquel pasado trágico. Carece del mínimo rasgo de una conciencia histórica, pues es más fuerte su sentimiento de “gratitud” hacia aquel régimen que le dio todo, a él y a su familia, sin más merecimientos que la obsecuencia, la adulación y la condescendencia con los crímenes del dictador. Y aquellos medios y periodistas que, con su cinismo sin par, condenan a la dictadura, pero apuntalan al que la reivindica son la representación más despreciable de la incoherencia y la contradicción.
El propio Abdo Benítez, en su sumun de la desfachatez, denuncia persecución, cuando que, en realidad, la Justicia lo investiga por el descomunal saqueo al Estado. En contrapartida, durante su gobierno, no pasó un solo día sin que despotricara, con inusitada saña, en contra del expresidente de la República Horacio Cartes y las empresas que administraba en aquella época. Y como en un cuento de absurdos, ahora salió a declarar que quiere lo mejor para Santiago Peña, pero, inmediatamente después pretende descalificarlo porque, supuestamente, tiene encima la sombra del titular del Partido Colorado. No obstante, se entiende.
Su incapacidad intelectual y su maldad no le permiten enhebrar un discurso racional, lúcido y coherente. Solo sus medios aliados tratan de promover y proyectar una credibilidad inexistente mientras ocultan, con grosera inmoralidad, los crímenes perpetrados durante su gobierno. Felizmente no somos un pueblo de cretinos.