El periodismo es uno de los lugares más frecuentes donde la ciencia –esa búsqueda incesante de la verdad a través de la razón o la experiencia verificable– es falseada desde la simple opinión, sin rigor, sin métodos y sin criterios de evaluación. Y la opinión se nutre de la subjetividad y el prejuicio. Pero al producto de esas elucubraciones –divagaciones superficiales y sin fundamentos– ambicionan convertirlo en un hecho incuestionable.

Al menos esa es la pretensión de algunos comunicadores (autoproclamados como tales), amparados en una inexistente credibilidad de la que se ufanan todos los días, preferentemente a la mañana, pero que hace rato fue corroída por la impostura, el sesgo manipulador y la deshonestidad intelectual. Uno de ellos, que representa el pensamiento de quienes militan en las corporaciones mediáticas de Natalia Zuccolillo y Antonio J. Vierci, respectivamente, argumentó que la “neutralidad es cobardía” en un “país como el nuestro”.

La imparcialidad, la objetividad, la independencia y la autonomía siempre fueron mitos en nuestra profesión. Cada uno toma partido en su línea editorial y cuando estampa su firma al final del artículo. Aquí de lo que se trata es que se ha pervertido la veracidad, porque cada información es tacleada desde atrás por los antojos de quienes no quieren que los hechos salgan a luz en su forma original y dentro de un determinado contexto. El contexto que le arropan es groseramente tergiversado, al punto que distorsionan hasta las expresiones de sus entrevistados.

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Es bueno, no obstante, desentrañar el concepto de la imparcialidad desechada. Y aquello de tomar posiciones, que siempre son políticas (y hasta partidarias), aunque intenten demostrar lo contrario con una pusilanimidad enfermiza, también es saludable porque esto permite a la ciudadanía la posibilidad de confrontarlas, sopesarlas y, así, construir sus propias conclusiones.

El escritor uruguayo Eduardo Galeano solía repetir: “Cuando la verdad está en juego, yo no tomo distancia, tomo partido”. Lamentablemente, aquí la disputa no es por desentrañar la esencia de los acontecimientos, sino por vestirlos con el traje que más conviene a los requerimientos de sus patrones y, al mismo tiempo, que satisfaga sus propias inquinas particulares. O, la mayoría de las veces, para congraciarse con sus jefes ocasionales, demostrando una absoluta falta de carácter y dignidad.

Cuando hablan de incomodar al poder, lo hacen desde una perspectiva reduccionista, porque la encapsulan en el ámbito exclusivamente político, exhibiendo la pobreza conceptual e intelectual de quienes se consideran los reyes de la opinión ciudadana. Esa lucha reivindicatoria, y que aspira ser molesta, tendrá que empezar desde adentro, ganando espacios a los drásticos límites marcados por quienes manejan el poder en estos medios.

Luego, empezaremos a dialogar en serio. Y más lamentable todavía cuando ese zumbido que debería ser perturbador para todos quienes administran temporalmente el Estado, personificado en un gobierno igualmente transitorio, es selectivo, amputada de la visión amplia y sin concesiones para nadie.

Ocurrió en el pasado reciente en que decidieron aliarse con el entonces presidente de la República, Mario Abdo Benítez, abriendo el deleznable camino, pero rentable para ellos, de las igualmente despreciables publinotas o, en términos bien entendibles, entrevistas financiadas –directa o indirectamente– por altos funcionarios del Gobierno que culminó su periodo en 2023. Parafraseando aquella conocida sentencia: “Cuando la limosna es grande hasta el santo estira la mano”.

Defendemos la libertad de expresión en su máximo alcance. Sin cortapisas, incluso para aquellos que la malgastan y menosprecian burlándose de su real sentido, es decir, su extensión práctica, cual es el derecho del pueblo de estar correctamente informado. La envilecen con sus gritos desaforados, sus “evidencias” fraguadas, sus histéricas opiniones y sus desesperados esfuerzos por pintar la realidad del color que a ellos y solo a ellos les favorece, en un esquema sectario y perverso que mutila los hechos y censura la realidad.

Y con una parafernalia como telón de fondo tratan de confundir y desorientar, para que en medio del caos puedan imponer sus retorcidos propósitos. Felizmente, aunque todavía en proceso de maduración, tenemos una sociedad que empieza a desarrollar su capacidad de discernimiento. Ya no fija en su mente lo primero que lee o escucha. Aprendió a filtrar las informaciones y a verificar las fuentes. Sabe separar las noticias falsas de las verdaderas. Quienes se dejan convencer por las primeras es porque les conviene políticamente, pues afectan los intereses de sus enemigos. Simplemente no les importa la verdad (incluyendo a los periodistas corporativos), sino el impacto que puedan tener sus ruindades.

En el Día del Periodista, celebrado el 26 de abril, se quiso bosquejar un paisaje idílico de nobles Quijotes y, a la vez, una trinchera contra “los abusos del poder”. Pero nadie, absolutamente nadie, hizo una necesaria autocrítica para que el periodismo paraguayo vuelva a ser lo que alguna vez fue: honesto, responsable, reflexivo, criterioso y respetuoso de las ideas ajenas. Las enfrenta, pero no las suprime. Sobre todo, responsable y honestamente combativo, lejos de las hojarascas de los panfletos y las diatribas como únicos argumentos para sostener una inconsistente posición. Parecen olvidar que nada es tan efímera como la gloria de los periodistas de hojalata. Sin corazón y sin alma. Y eso que sobran ejemplos para graficar la experiencia.

Etiquetas: #editorial

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