No existe autoritarismo más repudiable que aquel que quiere vestirse de democracia. La perversidad y malicia de algunos medios de comunicación, aglutinados en corporaciones que corrompen las buenas costumbres del periodismo, con una inclinación constante de hacer daño a quienes han ubicado en el centro de sus inquinas particulares o empresariales, ya no sorprenden más. Y como sus arrebatos coléricos y amañados propósitos son previsibles para un público que aprendió a diferenciar la crítica sostenida por argumentos convincentes del ensañamiento, sin más fundamentos que la patraña, la ira y la falacia, ya no causan el impacto que esperan.
Ni tienen repercusiones en una ciudadanía que se hartó de las falsedades que distorsionan y cercenan los hechos tales como son. Montan, por tanto, un espectáculo lamentable, donde los únicos que aplauden son aquellos con los que están políticamente en sintonía por circunstancias que no tienen al pueblo como el foco de sus preocupaciones. Y no nos estamos refiriendo a la política en su esencia filosófica, como teoría del Estado y expresión del bien común, sino a aquella mezquina, ruin, miserable, que es promovida por quienes ambicionan recuperar sus bastardos privilegios y la aniquilación de quienes vinieron a poner las cosas en su lugar, como siempre debió ser.
Este gobierno no se dejó amedrentar por la jauría de los destetados del Tesoro y de las binacionales Itaipú y Yacyretá, que cobraban millones de guaraníes en conceptos de publicidad, pagos por tediosas entrevistas (las publinotas) y contratos por servicios prestados a los que estaban en el poder. Donde el plato de fondo solía constituir la impresión de libros de textos que dejaban cuantiosas ganancias, por un lado, y jugosas comisiones, por el otro. Pero, sin pudor alguno, al día siguiente condenan la corrupción que contribuyeron a fomentar y perpetuar. Aclaremos que la furia de los autoproclamados impolutos caía sobre los vicios ajenos (algunos fraguados en contra de sus enemigos), mientras callaban con un miserable y premeditado silencio los robos más descarados al Estado, que no tienen parangón en las últimas décadas, como fueron los perpetrados durante la administración del exmandatario Mario Abdo Benítez. Uno de los hombres más nefastos, igual que su entorno, que tuvo nuestro país en toda la transición democrática. Mas, como son aliados, hay que levantar el humo en otro sector para distraer la atención de los más horrendos crímenes en contra de miles de humildes familias, cuyos miembros murieron durante la pandemia, porque la angurria devoró los millones de dólares que podrían haber salvado sus vidas. Sin embargo, nada de esas atrocidades les conmueve ni indigna. Conviven, entonces, asociados al contubernio que intenta desesperadamente obtener impunidad para los descarados saqueos a las arcas públicas.
Tampoco ya asombra al lector, oyente o espectador que los que se creían dueños de la verdad ahora quieran, también, convertirse en los propietarios de la democracia. Pero no la democracia que es concebida y definida como tal, sino aquella que estos medios consideran que debe ser. Una que se ajuste a sus medidas y ambiciones. Los que piensan y opinan en sentido contrario son, para ellos, los autoritarios, cuando que esa pretendida hegemonía es la que traslada el concepto y la práctica de la intransigencia prepotente sobre sus espaldas y hacia sus territorios.
Días atrás, el diario Abc Color –hay que nombrarlo– recordando los 40 años de su clausura, publicó en tapa que “el autoritarismo acecha de nuevo”. A decir verdad, fue este periódico –durante diez largos años– el mayor propagandista que tuvo el ominoso gobierno del dictador Alfredo Stroessner. Acompañó con grandes titulares la enmienda de la Constitución Nacional para consagrar la perpetuidad del sátrapa en el poder. La historia hay que escribirla sin saltar las páginas que no les favorecen. Cuando su entonces director consideró que el régimen estronista estaba a punto de agonizar, recién ahí se acordó de cuál era la verdadera función del periodismo. Y luego vino el recusable cierre que cada año suelen utilizar como bandera para cubrir la masacre de los jóvenes ocurrida en marzo de 1999. Hay que condenar todas las barbaries, no solamente algunas.
Tanto la democracia como el autoritarismo son enfatizados no con la lupa de las ciencias políticas y el derecho, sino desde el cristal de sus sectarios intereses. La ciudadanía todavía recuerda cómo ese diario defendió el embrión dictatorial que representaba el general Lino César Oviedo (ya fallecido) durante el luctuoso Marzo Paraguayo. El mismo que había prometido que, si llegaba a la Presidencia de la República, iba a “alinear como velas” a los directores de los medios que no respondían a su proyecto fascista. Pero nada de eso inmutó el fundador de Abc Color para iniciar esa inmoral campaña a favor de quien podría ser su nuevo socio –igual que lo fue Stroessner en el pasado– en el manejo del poder. Podríamos decir que no aprendió las lecciones de la historia. Y en esa sucia maniobra mancilló la memoria del doctor Luis María Argaña, quien murió en un criminal atentado el 23 de marzo de 1999. Ayer hizo exactamente 25 años del magnicidio. Sus escribas más despreciables hasta desarrollaron la tesis de que murió en otro lugar y que sus propios adherentes simularon el asesinato trasladándole –ya cadáver– al sitio de la emboscada mortal. Fue la degradación más vil y ruin de dicho medio y sus directivos.
Santiago Peña es un presidente legal y legítimo. Llegó al Palacio de López dentro de los procedimientos establecidos por la Constitución Nacional, el Código Electoral y las resoluciones de un Tribunal Superior de Justicia Electoral integrado con mayoría de opositores. Peña ha respetado todas las atribuciones y competencias de los otros poderes del Estado. Así, pues, aquí el único autoritarismo claro y presente es el que quieren imponer quienes asumieron que la dictadura de la opinión pública es un fin que justifica los medios.