Pocas cosas pueden ser más dañinas para los ciudadanos y para un país que las provenientes de un Estado cuyos funcionarios públicos actúan más allá de sus deberes expresamente establecidos en el orden jurídico constitucional.
El Estado, y esto debemos tomar en cuenta en un país como el nuestro que sufrió por mucho tiempo el autoritarismo, es una institución política y jurídica cuyo objetivo es garantizar el orden fundado en la ley. El principio de legalidad del cual estamos refiriéndonos es un valor fundamental en la sociedades que desean progresar.
Los funcionarios públicos desde el lugar que les toca ejercer sus funciones deben ceñir sus conductas a la ley fundamental y demás normas y en ningún modo deben actuar movidos por sus intereses particulares aunque ello implique tener enfrente a alguien que desprecien o tengan un ocasional adversario en la política.
Ninguna de las dos razones mencionadas justifican el actuar del funcionario y menos cuando ese funcionario público ocupa el más alto cargo en la administración del Estado como lo es el presidente de la República.
Actuar para perseguir al ocasional adversario en la política y además exigir a sus subalternos que cumplan con lo que se les solicite no solo es un acto ilegal que requiere ejemplar sanción, sino también es profundamente inmoral.
Es por este motivo que nace el estado de derecho para limitar el poder del gobierno de turno. Esto significa que si los funcionarios desde el presidente hasta el de menor rango –cuyos salarios son pagados por los contribuyentes– actúan más allá de lo que establece el orden jurídico pues entones se da surgimiento al poder arbitrario, similar a lo que se tiene en los regímenes autoritarios.
Si deseamos un país estable en términos políticos y en progreso económicamente hablando, las leyes no pueden ser transgredidas por nadie y menos por los funcionarios que ocupan altos cargos y que por el poder de sus investiduras se creen con el derecho de disponer de la suerte de otros ciudadanos.
En una República rige el principio de legalidad constitucional, siendo absolutamente contrario a los caprichos o intereses personales del funcionario de turno.
Sin embargo, lo que parecía haberse logrado en nuestro país con el avance de las libertades políticas luego de tantos años de dictadura, ocurrió que desde el Palacio de los López uno de los hijos dilectos del oprobioso régimen autoritario, y nos referimos al señor Mario Abdo Benítez, se dedicó a hacer uso y abuso del poder para perseguir a sus adversarios que le disputaban el poder.
El entonces primer mandatario Abdo Benítez se ensañó personalmente contra dos personas, el expresidente de la República Horacio Cartes (líder del movimiento político interno dentro del Partido Colorado y contrario al del señor Abdo) y con el entonces precandidato presidencial Santiago Peña.
Abdo Benítez y sus ocho leales en categoría de bufones (a la fecha todos ellos individualizados y denunciados ante la Fiscalía) fueron todavía más lejos. Elaboraron y filtraron informaciones de inteligencia manipulando datos al punto de falsearlos para dañar la libertad y la propiedad del señor Cartes así como de sus empresas.
Y lo hicieron desde el más alto poder del Estado paraguayo, situación que solo ocurría desde las lóbregas épocas de la oprobiosa dictadura estronista, de cuya simiente surge el señor Abdo Benítez que no dudó en imitar lo peor del antiguo régimen: Disponer del Estado como aparato de persecución política y económica para beneficio propio.