Una de las principales caracterís­ticas de la Asociación Nacional Republicana es que se trata de un partido orgánico, así lo han enten­dido sus líderes históricos, para diferenciarla de aquellas asociaciones políticas que no cons­tituían sino fracciones que apelaban al que­brantamiento de la democracia para acceder al poder, incluyendo los golpes parlamentarios. Pero esta concepción de lo orgánico nada tiene que ver con la definición tradicional (sobre todo en España) del Estado y la democracia con esta misma denominación, sino que debe interpretarse –tal como lo hicieron los inte­lectuales republicanos del novecientos– como una entidad viva, dinámica, estructurada de acuerdo con una diferenciación y jerarquía de funciones, así como por su evolución constante al ritmo de las grandes conquistas sociales y culturales, por encima, incluso, de los relati­vismos propios de los modelos económicos de moda. Aquella dirigencia pletórica de inteli­gencia y de moral comprendió a plenitud que la fortaleza cultural es un sustrato indispensable para el bienestar material sólido y duradero.

Es por ello que el Partido Nacional Republi­cano, a pesar de los errores y los desviacio­nismos coyunturales, siempre encuentra el camino para el retorno a sus raíces, porque tiene una matriz original y una identidad cons­truida sobre valores y principios inmutables que facilitan la rectificación de los rumbos torcidos por oportunistas y aventureros de la política. Cierto es que en los últimos años se convirtió en una monstruosa maquinaria electoral, que ha descuidado la conciencia­ción ideológica sistemática, pero el error de sus adversarios consiste en considerar que ese aparato se mueve solo a base de dinero, que necesita ser engrasado con dádivas y prebenda.

Y esa visión restringida y excluyente del colo­radismo es una de las razones de las sucesivas derrotas de la oposición. Aunque, y la ciencia estadística así lo confirma, la lealtad absoluta a un partido ha disminuido considerablemente, existe, sin embargo, una franja cuya fidelidad de voto sigue siendo determinante para man­tener a la ANR en el poder. Y decimos que es un error de apreciación de los opositores dado que, si los triunfos electorales estribaran úni­camente en recursos financieros, entre 1993 y 2003, los candidatos del Partido Encuentro Nacional y del Partido Patria Querida habrían alcanzado la Presidencia de la República. Pero los resultados nos muestran que quedaron rezados en el tercer lugar, detrás del Partido Liberal Radical Auténtico.

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La victoria de Fernando Lugo en 2008, aparte del financiamiento externo, incorpora otros condimentos para el análisis, especialmente por tratarse de alguien ajeno al mundo polí­tico-partidario y por los groseros errores que cometieron los dirigentes colorados de enton­ces: una mezcla de soberbia y traición que imposibilitó trazar puentes de reconciliación dentro de esta organización política. Mas la construcción de un proyecto meramente elec­toral terminó como estaba preanunciado: en el rotundo fracaso. La condición de partido orgá­nico le permitió a la Asociación Nacional Repu­blicana retornar al Gobierno con más rapidez de lo que imaginaron sus propios afiliados.

Con estos antecedentes que pretenden ser des­criptivos y explicativos no debió sorprender la tranquilidad con que se desarrolló la Conven­ción Ordinaria del Partido Colorado el sábado 9 de marzo. Por más que los medios declarados abiertamente anticartistas –esa es la expre­sión correcta– quisieron imponer su propia agenda, tal como acostumbran a hacer con la oposición, el cronograma de la máxima auto­ridad de la ANR no se movió de los acuerdos establecidos para la integración del Tribunal Electoral Partidario y el Tribunal de Con­ducta. Aunque los asambleístas, por mayo­ría absoluta de los miembros que componen la totalidad de la Convención, podían impo­ner un tema que estimen pertinente (artículo 15, inciso h del estatuto) –como el mandato para plantear la figura de la reelección en la Constitución Nacional o la expulsión de algún asociado– el consenso previo fue estable­cido sobre criterios de sensatez, racionalidad y madurez. Se trataba, pues, por un lado, de dotar al partido de los órganos institucionales que pudieran garantizar elecciones libres, lim­pias y transparentes en el futuro y, por el otro, de juzgar la conducta de sus afiliados en su relación con el partido. A dos años de las inter­nas municipales (2026) y a tres años y nueve meses de las presidenciales (diciembre de 2027) sería torpe abrir anticipadamente grie­tas por donde podrían filtrarse intereses aje­nos al coloradismo. Por eso la Convención no fue alborotada, como soñaban las corporacio­nes mediáticas de Natalia Zuccolillo y Antonio J. Vierci y sus paniaguados periodistas.

No hubo copamiento, palabra puesta de moda por las cadenas mediáticas que fueron cómpli­ces de Mario Abdo Benítez, sino integración plural de las mencionadas instituciones parti­darias. El triunfo del orden en la Convención representó un fiasco para estos medios. Los partidos y movimientos políticos meramente electorales carecen de esta práctica y habili­dad democráticas. Los colorados, sin embargo, saben cuándo parar la pelota y cuándo volver a jugar en el potrero y de punta karaja, con un tercer tiempo de lineamentos y compresas frías. Se llama organización.

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