La transición democrática, con sus 35 años de vigencia, hace rato superó la mayoría de edad en la línea cronológica; sin embargo, algunos sectores siguen padeciendo las atrofias del infantilismo que ya se diagnostica crónico, como las rabietas, caprichos y terquedades cuando no logran imponer sus agendas, ajustadas a sus intereses, a los gobernantes transitoriamente en el poder.

Esta obcecación pertinaz por sus propias ideas, sin posibilidad de aceptar las posiciones contrarias, aunque sea para reflexionar, les ha incapacitado para construir un pensamiento lógico, racional, que pueda someterse a las pruebas de la certeza y contrastar con la realidad. De nada sirven las fundamentaciones articuladas metodológicamente, con bases demostrables y juicios válidos, que destrozan todas las argumentaciones sostenidas por simples opiniones o puntos de vista, que ni siquiera llegan a construir una narrativa fiable y creíble. Son expresiones de una exaltación exacerbada que no admiten discrepancias.

No pueden ver más allá de las puntas de sus narices y orejeras. Cortos de entendederas hacia adelante y los costados. En puridad, no quieren entender lo que va de contramano a sus espurios propósitos. En este abigarrado panorama pululan políticos, dirigentes sociales, empresarios y medios de comunicación, sobre todo, de esos medios que quieren elegir presidentes de la República “llave en mano”, incluyendo sus orientaciones programáticas y leoninos contratos con el Estado. Así fueron montando sus imperios que se diversificaron a otros rubros –ya lo explicamos varias veces– desde donde se creen por encima de la ley para difamar, calumniar y agraviar a sus enemigos (no conocen la palabra adversarios) y conceder dulcificadas indulgencias a sus amigos, socios, cómplices o compañeros de ruta.

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Durante este periodo que ya tuvo nueve presidentes, incluyendo al actual, de los cuales uno renunció a raíz del llamado “Marzo Paraguayo” y otro fue destituido por vía del juicio político, solo dos no se dejaron intimidar por la presión de las corporaciones mediáticas ni permitieron que les asignaran una agenda que no fuera la suya: uno fue Fernando Lugo y el otro, Horacio Cartes. Pero, como el primero tenía la “bendición” por haber derrotado al hegemónico Partido Colorado, hubo cierto trato condescendiente hacia él, a pesar de su inocultable impericia para gobernar y de que sus partidarios del ala izquierdista hayan iniciado una fuerte campaña en contra de un diario local, añadiéndole el mote de “Ijapu” (miente o mentiroso).

Lugo es historia reciente, fue defenestrado por el Congreso de la Nación por el mecanismo ya mencionado. Cartes, por otro lado, venía con el “doble pecado” de haberse afiliado a la Asociación Nacional Republicana y de devolver al coloradismo al poder en apenas cinco años. Los pronósticos, de algunos propios y de la mayoría de los extraños, es que la llanura se presagiaba eterna, como mínimo larga, para esta agrupación partidaria.

El recién llegado fue hostigado desde el primer día de su vida política. Ya en la Presidencia de la República los ataques no tuvieron pausas. Cada vez aumentaban los calibres de la miserable campaña de oponerse a todo cuanto el entonces mandatario proponía. Pero Cartes tenía su propia agenda pública con visión de Estado y no permitió que nadie interfiriera en ella. Las cadenas mediáticas aludidas, de los grupos de Zuccolillo y Vierci, respectivamente, renegaron de la información veraz y de la ecuanimidad para dar a cada uno su espacio (para denunciar o defenderse), quedándose con la versión que a ellos les convenía (o creando una a su imagen e intereses), cercenando la información y contaminándola de sesgadas opiniones. Así dieron sepultura al buen periodismo y la ética profesional. Por eso su credibilidad hoy agoniza en medio de esperpénticos pataleos, recurriendo a la falacia, a lo grotesco y al sensacionalismo más procaz para intentar mantenerse en el esquivo candelero.

A pesar de convertirse en el presidente más joven de la posdictadura, el actual jefe de Estado, Santiago Peña, ha decidido mantener la misma actitud de su mentor político: elaborar y ejecutar su propia hoja de ruta en la conducción de la República. Lo que, en absoluto, implica rechazar las críticas, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la institucionalidad democrática y el bienestar general, sin exclusiones, valga la redundancia. Pero lo que definitivamente se advierte es que no va a permitir que las manipuladas líneas editoriales le marquen su agenda.

Mediante eso pudo aprobarse en el Congreso de la Nación la creación del Ministerio de Economía y Finanzas y la Superintendencia de Jubilaciones y Pensiones, entre otras, y ahora va, a pesar de los bajos ataques, por el Fondo Nacional de Alimentación Escolar (Fonae), para apuntalar el programa “Hambre cero en las escuelas”; la reforma de la ley del servicio civil y la ley de reorganización del Estado. A todas estas propuestas, la oposición mediática es insistentemente contraria, por cualquier motivo y contra toda lógica. La cuestión es simple: tachonar de empedrados la marcha del Poder Ejecutivo.

Las políticas de Estado no pueden estar sujetas a los caprichos de los medios de comunicación. El presidente Santiago Peña así lo ha entendido con claridad. Su agenda es igualmente clara y entendible. Ha evidenciado, en apenas seis meses de administración, que va a gobernar para las mayorías y no para la acostumbrada élite que amasó fortunas a costa del Estado. Y eso, naturalmente, genera rabietas periodísticas de los privilegiados de siempre.

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