Desde los tiempos de Aristóteles hasta nuestros días, el concepto de la política fue evolucionando como ciencia y eje de reflexión, pero siempre teniendo como centro al Estado, la mayor de todas las instituciones como aspiración colectiva de felicidad y justicia. Sin embargo, la realidad –o la praxis– nos impone diferentes categorías y definiciones que desangran su sentido original, esto es, las razones de su metodización para que pueda ser entendida y aplicada correctamente dentro de los parámetros que la ética y el bien común demandan como fundamentos de sus causas primeras. Así vamos cayendo en un círculo vicioso que está deteriorando este quehacer humano vital para la existencia de la sociedad misma como articulador de sentimientos, propósitos y proyectos coincidentes. En sus antípodas solo es posible distinguir la anarquía, el caos y un individualismo disgregador, donde el otro es un enemigo a destruir –la supervivencia del más apto– y no un compañero ciudadano con quien compartir y construir. Y como toda actividad que tiene al hombre como protagonista, es natural que aparezcan las diferencias de criterios y confrontaciones de ideas. Pero ellas se dirimen por las vías del debate racional, aunque apasionado, y las soluciones creativas cuando la que prima en estos casos es la buena fe y no la obstaculización permanente, deliberada y artera para evitar el éxito de una causa, aunque ella beneficie a miles de familias en situación de vulnerabilidad. La vieja consigna de los mediocres que pretende sustentar su triunfo sobre el fracaso del adversario y no por sus propios méritos y aptitudes.
Con estos antecedentes la sociedad puede distinguir entre la política que apunta a la objetivación de un Estado ecuánime, solidario y reivindicador de las mayorías populares y la que se alimenta única y exclusivamente de intereses particulares, sectoriales o partidistas. Y que ni les interesa el país ni la gente. Porque viven recluidos en el egoísmo y la mezquindad. Intelectualmente defectuosos, repiten discursos que desnudan las bajezas de sus intenciones y la absoluta miopía para deletrear siquiera las primeras reglas del papel y las funciones de los liderazgos dentro de una comunidad democrática. Eso está pasando con la propuesta de “Hambre cero en las escuelas”, impulsada por el Poder Ejecutivo con la proyección de llegar al ciento por ciento de los alumnos que asisten a las instituciones educativas de carácter público. Desde el día cero, valga la redundancia, la oposición jugó el triste papel de hacer la contra por el solo hecho de ser un programa del actual presidente de la República, Santiago Peña. Sin argumentos reales, cada expresión de sus dirigentes principales denota rencor, frustración e incapacidad de superar sus traumas electorales.
Estos políticos son alentados, como siempre, por la horda periodística de las corporaciones mediáticas que diariamente demuestran su absoluta aversión al actual mandatario, sin considerar la oportunidad, la trascendencia histórica ni las bondades de sus planteamientos. Estas últimas (las corporaciones) todavía no pueden dirigir las sucesivas derrotas de sus abiertas y groseras campañas –manipulaciones inmorales de por medio– a favor del candidato de Mario Abdo Benítez, primero, y de la Concertación Nacional opositora, después. Les cuesta aceptar que ya no son “los dueños de la verdad”, como siempre se han creído, aunque no renuncian a sus intenciones de convertirse en dictadores de la opinión ciudadana. Hace rato perdieron todo vestigio de credibilidad. Peor aun cuando amplios sectores ciudadanos leen lo que publican, pero los ignora. Y deciden de acuerdo con el dictado de su conciencia y su leal saber y entender. Ya no firman contratos sociales y políticos a ciegas, guiados por los medios que aspiran erigirse en grandes electores. Y votan en consecuencia. Ese rasgo distintivo de la democracia, el que concede legitimidad a un Gobierno, se refleja en el resultado de las urnas en elecciones limpias, transparentes y universales, como las que se desarrollaron en abril del año pasado.
Desde las divagaciones más sorprendentes hasta los exabruptos jurídicos más inverosímiles han puesto en su boca los políticos de la oposición y en sus titulares los periódicos que han renunciado a la veracidad para adentrarse al nauseabundo cieno donde se fabrican los engendros más repugnantes para suplantar a los hechos tangibles y verificables. “Hambre cero en las escuelas” debió recibir una cálida bienvenida de parte de estos sectores bien identificados, promoviendo el debate sereno y subrayando las críticas que fueran necesarias para su perfeccionamiento. Pero prefirieron la descalificación aleve, el discurso y los escritos panfletarios, y las pedradas a la cabeza de quienes sobresalen. Continúan habitando en las cavernas, de espaldas a la realidad, conducidos por las sombras del fanatismo y la ignorancia, encadenados a sus propias miserias.