Por aquello de que con la repetición constante es fácil mantener la frescura de la memoria y así fijar una idea hasta transformarse en un aprendizaje significativo (aquello que perdura en el tiempo), haremos nuevamente alusión a esa palabra clave que hoy conmociona los ámbitos político y administrativo. Nos referimos a la idoneidad.
En un país donde la sumatoria de títulos no acredita conocimientos, a razón de la multiplicación de improvisadas universidades, donde poco se enseña y menos se absorben los contenidos, es imprescindible el filtro que pueda retener a quienes verdaderamente demuestran que son aptos para los cargos a los que aspiran. La estructura del Estado y sus tres poderes solo podrá ser eficiente cuando los engranajes son manejados por quienes saben lo que tienen que hacer y cómo hacerlo. Como en la conocida anécdota: tienen que identificar qué tornillo ajustar cuando alguna pieza del andamiaje está fallando. Es lo que, dentro de la idoneidad, se denomina competencia. Es uno de los pilares sobre los cuales se determina si alguien es apropiado para algo. Definición sencilla prestada del “Diccionario de la lengua española” (DLE). Pero hay más. Porque este puntal es importante, pero insuficiente para entender por completo de qué estamos hablando.
Demostrada la competencia, ya en el ejercicio de sus funciones, deberá exponer autonomía moral (la segunda pata), esto es la voluntad de resistirse a incurrir en actos que riñen con la ética profesional y a no aceptar solicitudes para trasgredir la ley, aunque provenga de un superior. Podríamos llamarla integridad, para que suene más claro. Son muy comunes en nuestro medio los pequeños o grandes favores a los amigos del poder, aunque no contemplen como contrapartida una retribución pecuniaria. Entonces, si a la competencia se añade la autonomía moral (reglas de conducta que se impone uno mismo), ya estaremos acercándonos al ideal del servidor público que trabaja para la ciudadanía y honre su cargo. Y, mejor aún, que no se deshonre a sí mismo ni avergüence a su familia.
Y, en último lugar, pero no por eso menos trascendente, tenemos la responsabilidad por resultados. Es lo que, en algunos casos, conocemos como rendición de cuentas. Pero otras definiciones sobre este punto en particular son más extensas, incluyendo las iniciativas de los servidores públicos para mejorar los índices de calidad y eficiencia. Son estos los tres elementos que definen y garantizan que una persona es idónea, repetimos, para ocupar un determinado cargo. Resultaría muy cómodo, por el contrario, que algún alto exponente del Gobierno que cometa una serie de desprolijidades y, después, se retire tranquilo a disfrutar de su retiro voluntario o no. Y esto va también para los funcionarios de menor rango. Muchas veces, sumario mediante, son despedidos, pero sin ninguna carga punitoria. Este cuadro que dificulta la movilidad ordenada y efectiva del aparato burocrático venimos presenciando desde hace décadas con la misma tristeza y desilusión.
En estos momentos, el presidente de la República, Santiago Peña, ha demostrado interés en que se estudie y sancione en el Congreso de la Nación el proyecto de ley “De la función pública y la carrera del servicio civil”, que, en su objetivo central, declara que las disposiciones y procedimientos en ella establecidos buscan garantizar “los principios de la trasparencia, integridad, idoneidad, meritocracia, imparcialidad, eficiencia y eficacia”, que hagan posible “el derecho de toda persona a recibir atención y servicios públicos oportunos y de calidad”.
La carrera civil, para diferenciar de la militar, no es una propuesta nueva en la región. La mayoría de los países de América Latina cuentan con una ley que permite que todo ciudadano pueda acceder a un cargo sin más requisitos que la idoneidad; por tanto, sin considerar la simpatía o filiación partidaria. Algunos casos de privilegios que los medios de comunicación están publicando, tratando de endilgar toda la responsabilidad exclusivamente al partido de gobierno, la Asociación Nacional Republicana, fueron como un búmeran, puesto que otros órganos periodísticos empezaron a escarbar más profundo, descubriendo que de tales prácticas no se salvan ni los más pintados parlamentarios de la oposición. De aquellos que condenan a viva voz –como cortina de humo– para pasar desapercibidos.
Ahora bien. Tenemos cuestiones que deben ser suficientemente aclaradas y que hacen referencia a los cargos de confianza y los asesores personales. En cuanto al primer punto no amerita mayores explicaciones. Un ejemplo práctico: el presidente de la República no puede convocar a un concurso para integrar su gabinete. O los ministros para cubrir los cargos de secretario privado, secretario general y directores, por citar algunos. Es una obviedad que tienen que ser profesionales, con quienes dialogan la misma visión y esquemas de trabajo. Si los parlamentarios tienen la atribución de contratar asesores, sería un contrasentido que sea por la vía de la selección, puesto que podría tener a su lado a alguien ideológicamente opuesto a su línea partidaria. Pero requerirá de una reglamentación acorde con la ley en proyección. Esas son explicaciones esenciales que la ciudadanía debe recibir para combatir la manipulación aviesa, grosera y distorsionada de algunos sectores.
Este proyecto tiene que convertirse en ley. No será una solución definitiva y completa, pero, al menos, se habrá dado un gigantesco paso para profesionalizar el servicio público y dignificar a los trabajadores del Estado.