El coordinado bombardeo de informa­ciones sesgadas, desnaturalizadas de su contexto y premeditadamente adultera­das tiene un propósito igualmente des­honesto, inmoral: aturdir al público de manera a generar un estado de confusión que pueda alterar su propia capacidad de discernimiento. Es por ello que, algunos, o varios, medios de comunicación, insistimos, intencionalmente cercenan los datos, sepultan la otra versión y agrandan las falsedades con letras de las más grandes posibles. Las imáge­nes distorsionadas de la realidad crean engañosas percepciones y provocan, como mínimo, dudas en el receptor. Esa estrategia sicológica o guerra sucia ha tenido éxito en el pasado, cuando el ciudadano no poseía más opciones que dos o tres fuentes para alimentar su criterio personal. Cuando esas fuen­tes se ponían de acuerdo se convertían en los dicta­dores de la opinión pública, con capacidad de arras­trar a las masas hacia el espurio destino que ellas mismas se fijaron conforme con sus miserables intereses, políticos y económicos. Se convirtieron en el poder dentro del poder con una presión tal que hasta extorsionaban o chantajeaban a los gobier­nos de turno. Mediante esa perversa estrategia se fueron montando imperios de cadenas mediáti­cas que no admitían más verdad que la suya. Como si la verdad dependiera de la impresión subjetiva de cada uno. Tampoco concedían espacios para las réplicas a sus injurias, al menos en una proporción igual a los agravios y mentiras. Lo más repulsivo es que, ante los ojos de la sociedad, ambicionan eri­girse en los paladines y pilares de una democracia a la cual deshonran con sus arteras maniobras.

La libertad de expresión es bastardeada para que no cumpla con su materialización práctica: el derecho del pueblo a estar informado. Nuestro país no fue ni es la excepción. Diarios que nacie­ron al amparo de la dictadura de Alfredo Stroess­ner para sostener al régimen mediante sus publi­caciones empalagosas y obsecuentes sobre la paz y el progreso, años después, en la agonía del déspota, descubrieron su misión periodística, porque así lo ordenaba la conveniencia de sus propietarios. Cuando la doble dictadura se rompió, repetimos, ya tenía un saldo de miles de paraguayos y paraguayas que conocieron los horrores de las salas de tortu­ras, asesinatos y desapariciones forzosas.

La tecnología, aun con los reclamos de esclavizar a sus usuarios, sin importar el nivel de su forma­ción, ha contribuido para la democratización de los canales de información (no así de los medios ape­gados a sus repudiables embustes), pues el público tiene la posibilidad de confrontar la narración de los hechos, valorarlos en su debido contexto y ana­lizarlos con insumos de diversas procedencias para alcanzar su particular conclusión. Y en esa tarea se aprende a separar las noticias falsas, verificando su origen, de las que tienen un fundamento cierto. Aún existen lectores, oyentes o espectadores inge­nuos que caen en la emboscada de los traficantes de la honestidad informativa. Y otros asumen las patrañas como verdad, afectados por la ceguera del fanatismo. Ahí es la terquedad obtusa la que se impone a la razón de los argumentos. Pero en esa puja dentro de la pluralidad de visiones va cre­ciendo una sociedad que ya no se deja domesticar por los falsificadores de la historia, que solo pre­tenden mantener o incrementar sus privilegios. La democracia es para ellos una excusa para consoli­dar una línea editorial maniqueísta, repartiendo culpas y absoluciones de acuerdo con la relación que los ata a los destinatarios de sus panfletos o ditirambos.

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La hipocresía periodística alcanzó su pináculo –por ahora, pues siempre podrá sorprendernos en el futuro– al cumplirse los cien días del gobierno del presidente Santiago Peña. Criticaron ese breve periodo del actual mandatario los que se callaron cinco años durante la administración de Mario Abdo Benítez, plagada de improvisación, incom­petencia y corrupción. Están en su derecho, natu­ralmente. Son de la misma piara. Pero no tienen ninguna autoridad moral para proyectar una pizca de credibilidad. Hemos recogido las tapas de los diarios de las corporaciones mediáticas cuyos due­ños ya ni valen la pena ser mencionados, porque el pueblo los ha identificado plenamente, y no hubo un solo día –uno solo– que no hayan fustigado ale­vosamente al jefe Estado. Lo hicieron con la saña de los despechados. De los que no tienen el espí­ritu abierto, sano para aceptar sus derrotas. De los que viven carcomidos por el rencor, el odio y la obsesión por la venganza. Utilizan sus medios de comunicación para purgar sus frustraciones con la saña y la maldad de gente intelectualmente des­truida y moralmente averiada. Se regodean de sus perfidias chapoteando en la bilis de los mediocres que están condenados al ostracismo después de alguna efímera fama. La historia habrá de devo­rarlos por sus atrocidades contra la ética. Otros, detrás de la impunidad del micrófono, llamaron a una guerra santa, a una rebelión popular, para que este gobierno se declare en retirada. Pero sin nin­guna repercusión seria que haya impactado en el ánimo de la gente.

Un gobierno siempre tiene márgenes de errores. Reconocerlos es un acto de honestidad y humildad. Pero los detractores de Peña lo etiquetaron como debilidad y reculada. En la evaluación de estos cien días no encontraron un solo hecho positivo. Todo es oscuro y desalentador. La libertad, a la que prostituyen todos los días, los habilita a la crítica. Sin embargo, los verdaderos jueces de una ges­tión pública son los ciudadanos. Son ellos, y no los medios cómplices del gobierno más corrupto de la historia reciente, los que darán su veredicto final. Solo es cuestión de esperar.

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