El nuestro es un pueblo noble, estoico y sufrido. Y cuando nos referimos al pueblo lo hacemos en una de las acepciones que incor­pora el diccionario de la Real Academia Espa­ñola: gente común y humilde de una pobla­ción. La mayoría de las veces aplastada por una élite política, social y económica que nunca entendió el progreso más allá de sus mezquinos intereses y personales ambicio­nes. Que, por lo general, amplía su ominoso procedimiento de latrocinio a un reducido círculo de familiares, amigos y operadores partidarios. Los demás soportan la carga de la mala praxis de las autoridades. Y de la pobreza descienden a la pobreza extrema, como ha ocurrido en estos últimos cinco años. Se roba y se roba mucho. Las espurias fortunas tienen su contracara de miseria para los sectores populares. Se esparcen las grie­tas de la vulnerabilidad para que las nece­sidades básicas insatisfechas penetren sin permiso en los hogares paraguayos, degra­dándose aceleradamente su calidad de vida. La administración de Mario Abdo Benítez no se compadeció del factor humano. Fueron priorizados rutas y puentes, con excesivos sobrecostos que conllevan el germen mal­dito de la “comisión” o coima, mientras miles de familias pasaban hambre. No se trata de una expresión panfletaria, sin sustento, sino de estadísticas expuestas por el Instituto Nacional de Estadística (INE), una institu­ción del Estado. Y las mostraron sin maqui­llajes, probablemente porque participaron de las encuestas representantes de organismos internacionales y expertos extranjeros en seguridad alimentaria. Las publicaciones de los medios de comunicación que estaban en contubernio con este gobierno se limitaron a brisas aisladas que terminaban en las páginas intermedias. Nunca en tapa. Y por única vez. No había continuidad, tal como recomienda el buen arte de esta profesión.

A la prensa amiga estos desgarradores infor­mes jamás les incomodó. Porque la miseria de la mala fe encegueció de resentido furor a medios y periodistas que hicieron lo imposi­ble para impedir lo que finalmente ocurrió: que Santiago Peña, candidato del Partido Colorado, ganara la Presidencia de la Repú­blica. Entonces, todas las miradas de los ojos enrojecidos por la tirria lanzan sus conju­ros de fracaso para que el electo mandatario, que asumirá dentro de dos días, tropiece a cada segundo de su mandato. Desde el día que anunció al primer miembro de su futuro gabi­nete las críticas se volvieron lavas ácidas de volcanes que reavivaron su fuego después de cinco años de completa inactividad. Dormían plácidamente en los brazos del gobierno más corrupto de las últimas décadas. Sin la reque­rida credibilidad, producto de la pérdida de autoridad moral, sus manipulados mensa­jes se han estrellado contra la fría indiferen­cia ciudadana. Y solo encuentran eco en una minoría que supura iguales rencores y ani­mosidad. Incapaces (medios y políticos) de asimilar sus estruendosas derrotas y superar sus encadenadas frustraciones. En síntesis, no tienen mucho margen ético para inten­tar devaluar al gobierno entrante de San­tiago Peña. Una inescrupulosa campaña que empezó, repetimos, desde hace varias sema­nas. No le dieron siquiera la cortesía del tra­dicional beneficio de los cien días de inicio de mandato. Y eso que a Marito le obsequiaron cinco años de vista gorda. Se regodean en su microclima de estimulación mutua. Y nada más. El escaso nivel intelectual de sus miem­bros no les ha permitido romper siquiera el cascarón mental que los encarcela. Así no existen posibilidades de superar los límites de su esclerosada mediocridad.

El pueblo al que aludimos al principio, aun­que noble y sufrido, siempre logró resistir la adversidad, sobrevivir a los gobiernos de cala­mitosas gestiones, sobreponerse a las decep­ciones y encarar el presente con esperanza en el futuro. Un futuro que no es otra cosa sino un presente continuo. Muchos seudointelec­tuales, conocidos vendehumos a precio de oro y periodistas con ínfulas de sumos sacerdo­tes de esta generosa profesión pretenden con persistente malicia menospreciar la idonei­dad para el discernimiento y la libertad de elección de la gente. Sin embargo, en las últi­mas elecciones generales ha demostrado todo lo contrario: no se dejó seducir por la prédica deshonesta de los impenitentes manoseado­res de la realidad ni por el sectarismo inmoral de quienes desde la tarima de su vocinglería intentaron torcer la voluntad popular.

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Santiago Peña está a un paso de iniciar un nuevo proceso al frente del Gobierno. Un pro­ceso que tiene claramente delineada su hoja de ruta. Una brújula que apunta a un bienes­tar cultural, social y económico sin exclusio­nes. Donde los propósitos colectivos estarán constantemente por encima de las pernicio­sas prácticas del robo público y el bastardeo sistemático del Estado. Estamos convencidos de que los recursos del Tesoro serán destina­dos a invertir en la prosperidad de su verda­dero destinatario: el pueblo. Esto es: la gente común y humilde que hoy ha recuperado su esperanza en el provenir. Y que no se dejará engañar por los agoreros del fracaso, que han perdido sus desvergonzados privilegios al quedar fuera del poder. Lo mismo que sus voceros cómplices.

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