Cuando alguien decide tomar venganza por los agravios o perjuicios recibidos de parte de una persona o un grupo, devolviendo los daños con igual o mayor magnitud, es lo que se define como revancha.

En el lenguaje político se llama cobro o pase de facturas. Y se manifiesta en la perversa modalidad de hostigamientos, persecuciones y, en caso de los que circunstancialmente administran el poder, en despidos sin fundamentos de la función pública. Son los hombres sin continencia emocional ni templanza espiritual los que proceden al sistemático desquite guiados por el rencor que se surte de la soberbia y la arrogancia. Incapaces de moderar su disfrazado autoritarismo, dan rienda suelta a su lengua y sus influencias para cerrar las heridas de su ego con la sangre de su enemigo.

En el pasado, lejano y reciente, hemos presenciado que tales males eran provocados por la simple incapacidad de tolerar las disidencias. Y las ondas expansivas de las represalias -muchas veces sin más argumento que las naturales posiciones encontradas- alcanzan a los hijos que nada tienen que ver con las disputas de sus padres. Así de crueles y miserables fueron algunas autoridades que tuvieron la desgracia de llegar a la Presidencia de la República. En los últimos cinco años tuvimos en penoso escenario en que los actores gubernamentales se cebaron con la dirigencia del movimiento Honor Colorado, principalmente en contra del actual presidente de la Junta de Gobierno de la Asociación Nacional Republicana, Horacio Cartes, utilizando varias instituciones del Estado para tratar de armar una compleja red de denuncias falsas que, según los medios periodísticos aliados al mandatario de salida, eran “fulminantes”.

La idea no fue solo apartarlo del trayecto electoral, sino destruirlo política y económicamente. Si la estrategia no funcionaba, la derrota de los candidatos del oficialista movimiento Fuerza Republicana resultaría inminente. Sus discursos, inflamados de tirrias y aversiones, sin embargo, cayeron en terreno pedregoso -como la parábola bíblica- y no germinaron en el corazón ni en la mente de un pueblo, incluso no colorado, que entendió el real propósito de esta campaña que tenía ambiciones aniquiladoras. Y ese pueblo silencioso habló a través de las urnas con el arma más contundente que tiene un ciudadano: su voto. Al fracasar la campaña en contra de Cartes, también fracasó el enfermizo deseo de eliminar, por la vía del abandono, la candidatura de Santiago Peña. Nunca tan propicio aquel conocido lugar común: los resultados están a la vista.

Este periodo presidencial que está concluyendo fue de permanente proselitismo. No hubo un día en que Mario Abdo Benítez y varios de sus colaboradores más cercanos y obsecuentes no hayan utilizado las ceremonias oficiales para resaltar dos propósitos bien definidos: el insufrible autoelogio de sus “inéditas” obras (que el próximo gobierno deberá corroborar en kilometrajes, calidad y precios) y el deslenguado cuan ordinario ataque en contra del cartismo. Lo más curioso es que ni por acción refleja se acordaban de la oposición, los verdaderos enemigos del coloradismo, gastando toda su energía para despotricar en contra de los líderes del movimiento interno adversario.

Una particularidad que solo puede explicarse desde la imposibilidad intelectual y moral, de envidias o traumas no superados, que deviene en ese lenguaje violento y cargado de odio. El electo presidente, Santiago Peña, con una dinámica pocas veces vista, empezó a gobernar antes de asumir. Aunque suene paradójico, es así: ya piensa en el crecimiento económico del país y el desarrollo humano de su gente. Sus últimos encuentros con empresarios brasileños y con el propio mandatario Luiz Inácio Lula da Silva clavan una mirada distinta entre lo que fue y lo que será. Pero dentro de ese extenso marco de horizonte optimista, nunca debe olvidarse que la justicia es el mejor antídoto contra la corrupción. Veamos.

Dijimos al principio que un presidente de la República no puede distraerse en improductivos revanchismos ni en discusiones intrascendentes que solo evidencian la pequeñez del alma y de la mente, mientras tenemos una sociedad que aguarda expectante un futuro de mejoría y bienestar colectivo. Sin embargo, tenemos la obligación intelectual de subrayar que esa actitud y voluntad de construir un espacio de paz y concordia no debe reñir con la búsqueda incesante de la justicia, el castigo a la corrupción y el ataque frontal a la impunidad. Los hechos de latrocinio que minaron este gobierno que agoniza sin pena ni gloria tienen que ser investigados y, si los casos ameritan, denunciados ante la Fiscalía General del Estado. Es por ello, reiteramos, que una auditoría general es impostergable. A partir de ahí se abrirá la posibilidad cierta de trasparentar la gestión del Estado y castigar a los ladrones del pueblo. Al fin y al cabo, la democracia no es otra cosa que el poder público ejercido en público.

Hará falta, y así lo entendemos, una estrategia comunicacional de gobierno que deje en claro que la justicia nada tiene que ver con un presunto revanchismo político. Quienes acudan a esa falacia, también tienen que ser desnudados. Porque solo aspiran que la corrupción y la impunidad sigan siendo una gangrena que carcome y destruye las instituciones republicanas. Una situación ya imposible de sostener. La ciudadanía tiene a su favor que Santiago posee esa misma visión de lo porvenir. Por tanto, como paraguayos, debemos colaborar en su misión de devolver credibilidad al Poder Ejecutivo, mediante la moralización de la gestión pública. Hasta de los actos administrativos más pequeños. Se trata, ante todo, de un imperativo patriótico.

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