El vínculo que facilita la integración profunda y sólida de las comunidades es la memoria. Mediante ella se puede recoger el camino recorrido por nuestros antepasados –sin beneficio de inventario– como elemento sustantivo para mantener despiertas nuestras raíces. Escribir el gran libro de los pueblos no es una tarea reservada a quienes se consideran intelectualmente superiores.
Al contrario, es una tradición cultural –diría Augusto Roa Bastos– de construcción colectiva de aquellos que no conocían la escritura, pero conocían el lenguaje y la magia de los mitos, la ritualización social de la vida y la energía nutricia de la naturaleza. Esa tradición, lejos de desaparecer, está hoy más latente que nunca. Porque, aunque una posmodernidad que solo se interesa por el presente, un relativismo que todo lo reduce a lo instantáneo y un neoliberalismo desmemoriado han incursionado con fuerza arrolladora en la sociedad, nuestro pueblo ha mantenido su identidad y su fuerte lazo con el pasado, sin que ello signifique quedar atorado a lo que ya fue.
Es por eso que, con la paciencia, el estoicismo y la indoblegable determinación de supervivencia como nación de las antiguas generaciones que tuvieron que soportar innumerables tragedias, tiene la virtud de reeditar constantemente su propio destino.Se han equivocado los que apostaron a la repetida creencia de que nuestra gente es propensa al olvido rápido, que no registra por mucho tiempo los hechos y protagonistas que traicionaron la continua lucha por el bien común, que pueden torcer su voluntad mediante una propaganda artera, manipulada desde algunos medios de comunicación, inducirla a votar por sus candidatos –los de estos medios–y, al mismo tiempo, generando una opinión pública contraria a las pretensiones de sus adversarios políticos, mirando exclusivamente sus intereses empresariales y negociados con el Estado. Han subestimado la capacidad recreadora del pueblo, de su libertad para escribir su propia historia.
De recrearla periódicamente. Esa memoria de lo que fuimos nos permite derrotar a los que sistemáticamente intentan instalar la cultura de lo efímero y superficial para sepultar las atrocidades de un presente de saqueo descarado a las arcas públicas, de miseria acrecentada y de grosero despilfarro de un gobierno de ilimitada corrupción, que hambreó al pueblo para satisfacer sus angurrias de lujos, fortunas en efectivo y desordenados apetitos carnales. Ávidos de lujuria destruyeron todas las instituciones del Estado. No hay que tener miedo para desbrozar la realidad. Una realidad caligulesca y neroniana que nos remonta al apogeo de la dictadura stronista, de cuyo régimen el actual presidente, Mario Abdo Benítez, es un fiel admirador. Han reproducido los más execrables vicios en una desenfrenada orgía de poder, creyéndose muy astutos y creyéndonos muy estólidos para pontificarnos sobre las bondades de un gobierno que arrasó con todo lo que pudo, y lo sigue haciendo, para dejarnos un país devastado por la codicia, la inmoralidad y el cinismo.
Quienes fueron aliados del mandatario Abdo Benítez han desatado una campaña con ambiciones de distracción para que puedan garantizarle a su cómplice de fechorías un futuro de impunidad. Entonces, empiezan un agresivo cuestionamiento a las personas elegidas por Santiago Peña para integrar el próximo gabinete del Poder Ejecutivo. Los mismos que siguen callando las más ruines maniobras del actual presidente de la República para apoderarse de los recursos del Estado para provecho propio y de su círculo más cercano son los que hoy levantan su voz de anticipada crítica hacia lo que todavía no ocurrió. La cuestión, insistimos, es desviar la atención de ese pasado y presente de atrocidades administrativas porque, probablemente, una investigación a fondo podría arrastrar, también, a quienes se beneficiaron con estas deformidades sin gestión que pone al país en las puertas de una grave crisis. Evitar que el nuevo jefe de Estado pueda enfrentar y superar esas crisis es la gran pretensión de los enemigos del pueblo, pero amigos de los corruptos.
La libertad de expresión no hace acepciones. Es absolutamente para todos. Incluyendo a quienes renunciaron a ese derecho para solapar las barbaridades de este gobierno que se está yendo. Aunque hayan atentado en contra de ella –de la libertad de expresión– por omisión y adulteración de los acontecimientos. Especialmente aquellos hechos que comprometían la trasparencia y la honestidad de Mario Abdo Benítez. Son los cómplices de esta administración que ha superado todas las barreras de la inescrupulosidad quienes ahora se levantan, como sepulcros blanqueados, a pretender dictar cátedra de decencia, testimonio de vida y competencia. Claro que pueden hacerlo. La libertad de expresión, insistimos, cubre con su extenso manto hasta a los infames, cobardes, hipócritas y oportunistas. Se trata de una libertad inherente al ser humano.
Pero quienes se aprovechan de ella caen por su propia inconsistencia, porque carecen del sustento de una piedra fundamental: la credibilidad. Ahí podrán encontrar la respuesta a sus sucesivas derrotas electorales. Y seguirán sufriendo los efectos del descrédito. Porque han menospreciado a un pueblo que nunca dejó de escribir su propia historia: de defensa de su soberanía ante injerencias extrañas y de reafirmación de su papel de hacedor de su propio destino. Y, sobre todo, que es capaz de identificar a los falsificadores de la historia, aquellos legionarios, de los viejos y de los nuevos, que no reniegan de los medios para alcanzar sus objetivos. A pesar de los resentidos y amargados de siempre, hay un futuro de esperanza para nuestro país y su gente.