El Estado o comunidad política, al decir de Aristóteles, es una asociación, la mayor de todas, que busca el bien de sus miembros. Porque el hombre, añade, siempre obra de acuerdo a lo que le parece bueno.
Y no lo hace desde su individualidad, sino como integrante pleno de una colectividad en la que vive, con la que se identifica y desarrolla sus labores. Actualmente, la política está clasificada como un conjunto de actividades relacionadas con el Estado. Pero esa estructura permanente, que tiene la facultad de crear las normas de convivencia en una sociedad, precisa cumplir con sus fines. Y lo consigue desde el Gobierno, que es transitorio, por lo que sus administradores son reemplazados periódicamente mediante un proceso de elecciones libres, limpias y democráticas. Estas enseñanzas básicas no pueden ser desconocidas por quienes ocupan o aspiran a ocupar lugares de representación.
No estamos haciendo apología por una inteligencia superior excluyente, porque sonaría discriminador para quienes ponen empeño por aprender estas lecciones elementales de la política como ciencia, doctrina y filosofía, ya sea mediante una lectura sistemática fuera del claustro de las universidades o rodeándose de asesores con capacidad de orientar y clarificar conceptos con la sencillez de la buena didáctica.El sentido común, la sabiduría popular y la cultura oral, aunque no reemplazan a la academia, pueden moldear personalidades que les permitan recibir el certificado de buenos gobernantes.
Nuestra historia recoge abundantes ejemplos antes y después de la tragedia de la guerra contra la Triple Alianza. Aunque muchos de quienes fungen de dirigentes, incluso en los cargos más elevados de su organización partidaria o en el Congreso de la nación, gobernaciones departamentales e intendencias municipales, ni siquiera ese esfuerzo están dispuestos a realizar. Por eso la mediocridad nos avasalla. Y al final de sus mandatos salen denunciados por la contaminante corrupción o la ausencia de resultados, producto directo de la improvisación siempre ineficaz.
Aun los medios aliados del gobierno que está levantando el pañuelo de la despedida, el de Mario Abdo Benítez, no pueden ya ocultar los millonarios despilfarros con fuerte tufo de desvíos de los recursos públicos hacia el dominio privado de las actuales autoridades. Están cometiendo estas atrocidades frente a un pueblo hambreado por la pobreza extrema. Recategorizando a funcionarios de los entes binacionales para privilegiar a entornos familiares, círculos políticos y privilegiados por el calor del poder, mientras la clase trabajadora común está peleando por un salario mínimo que le permita vivir con cierta dignidad. Los gastos sociales, por lo visto, tendrán el ropaje de la discrecionalidad hasta el 15 de agosto. La impunidad que les protegió en los últimos casi cinco años les otorga la inconsciente audacia para continuar por el camino del latrocinio sin temor a la justicia.
Quienes creyeron en el proyecto de Santiago Peña, presidente recientemente proclamado, y aquellos que confiaron en otras propuestas, están dirigiendo su mirada esperanzadora –o, al menos, le conceden el beneficio de la duda– sobre su ataque frontal a la desvergonzada corrupción de este gobierno y que las irregularidades detectadas mediante las necesarias auditorías tengan como destino la Fiscalía General del Estado. Es el camino más indicado para enviar fuertes señales de que durante el nuevo gobierno los viejos hábitos del enriquecimiento ilícito a costa del Estado serán castigados sin términos medios. Será un mensaje de optimismo para la sociedad y una señal inequívoca de sanción implacable para quienes pretenden continuar por el torcido trayecto de los vicios enquistados, por décadas, en la Administración Pública.
Santiago Peña es un hombre que enfrentó con coraje los diferentes desafíos de su vida. Su historial personal así lo confirma. Conoce al Estado en sus entrañas más sensibles: el Tesoro Público (fue ministro de Hacienda), y su trajinar persistente en medio de los diferentes sectores de nuestra sociedad le concedió la experiencia política que es fundamental para congeniar la teoría con la praxis. Está, consecuentemente, preparado para ejercer la Presidencia de la República con un sello que lo distingue y lo proyecta por encima de los anteriores mandatarios. No podemos ignorar que cada uno contribuyó con su aporte. Algunos más, algunos menos. Sin embargo, este gobierno puede representar el definitivo salto cualitativo y cuantitativo hacia nuestro futuro de progreso económico y cultural con equidad y justicia social.
Mario Abdo Benítez se aleja del Palacio de López sin que haya podido diferenciar semánticamente Estado y gobierno, y mucho menos abstraerlos conceptualmente. No comprendió su papel de administrador temporal de la cosa pública. Se creyó eterno y omnipotente. Igual que muchos de sus colaboradores que abusaron de un poder que tenía fecha de conclusión. No tuvieron templanza emocional ni ética profesional en el momento de perpetrar sus fechorías. La impunidad, dijimos en anteriores ocasiones, es el cáncer de la democracia. Extirparla será la primera gran responsabilidad del gobierno entrante. Tenemos fe de que así lo hará. El pueblo ya no está en condiciones de soportar una nueva decepción. Por ello, nuestra convicción certera en la competencia y la honestidad de Santiago Peña. El Paraguay del futuro apuesta fuertemente al presente. Y el joven presidente de la República, así lo estimamos, quiere terminar su mandato caminando entre la gente como un ciudadano común. Que así sea.