La moralización de la administración pública debe ser la primera, principal e impostergable gran tarea del nuevo presidente de la República que asumirá el próximo 15 de agosto. De nada servirán los programas y proyectos más brillantes, dirigidos por las mentes más lúcidas de nuestra sociedad, si se construyen sobre la herencia cenagosa de la pútrida corrupción que recibirá del actual gobierno.
Todos los organismos y entidades del Estado deben ser sometidos a la lupa examinadora de auditorías creíbles y fiables, en cuanto a eficiencia y honestidad, para que la sociedad vuelva a recuperar la confianza en sus autoridades. Aquellos nuevos altos funcionarios que prefieran ignorar esta recomendación dejarán abierta la duda sobre sus verdaderas intenciones en el ejercicio del cargo que les toca desempeñar. Durante este largo proceso democrático, que a pesar de su ciclo de 34 años todavía no alcanzó la edad madura, hemos visto que innumerables procedimientos de saqueos descarados al Tesoro han quedado impunes, porque los que tomaron la posta del poder ocultaron evidencias y denuncias para continuar sobre el viejo esquema de convertir en privilegio privado los recursos que deberían destinarse al progreso y la prosperidad de nuestro sufrido pueblo.
Enfocados con especial énfasis hacia las deplorables condiciones en que sobreviven aquellos que más sufren porque menos tienen. Miles de familias siguen postergadas en la pobreza, con la agravante de que, durante la actual administración, fueron degradadas a la pobreza extrema. En la misma intensidad en que aumentaron los índices de la desocupación, la inseguridad y la ineficacia de los sistemas de salud y educación, también crecieron los actos de latrocinio con impúdica perseverancia e irrefrenable voracidad. La inconsciencia y la codicia hicieron estragos en la ciudadanía en los últimos casi cinco años. Solo los inescrupulosos de siempre, y algunos jóvenes temerosos de perder los frutos de las prebendas y canonjías, intentan justificar las atrocidades cometidas por el actual mandatario y su círculo más íntimo en el poder.La ventaja del electo presidente, Santiago Peña, es que no tiene compromisos con el pasado, menos con este pasado reciente.
No tiene cuentas que pagar ni favores que devolver. Al día siguiente de haber triunfado holgadamente en las elecciones del 30 de abril de este año, no dudó en afirmar, con la convicción que reclaman los tiempos que vivimos, que “las decisiones y la pluma” no serán delegadas. Al concluir el mandato de Mario Abdo Benítez reforzaremos lo que siempre sostuvimos: que se preparó para ganar elecciones, pero nunca para gobernar. Tampoco se dejó ayudar por lo que más saben, sino que prefirió armar un entorno de confianza compuesto de mediocres y codiciosos personajes, abundando, en consecuencia, la improvisación y el latrocinio. De ahí la urgencia de las auditorías, porque es el paso esencial para administrar con trasparencia la cosa pública. Para empezar de cero. Y encarar el futuro sin las pesadas cargas de un legado ominoso.
Dentro de las interminables contradicciones de este gobierno que se está yendo, la más repetida ha sido la justificación de Abdo Benítez de que él no es el Poder Judicial para reprimir los actos de corrupción en las jurisdicciones que competen al Ejecutivo. Una grosería que atenta hasta contra el sentido común, porque el que tiene la responsabilidad de destituir a los funcionarios acusados, con pruebas, de actos de inmoralidades administrativas es justamente él: el presidente de la República. Pero con ese argumento justificaba la permanencia en sus cargos de la gente que gozaba de su afecto. Y, también, sostenía, con persistente terquedad, a los demostradamente incompetentes. Hasta que el peso del hastío ciudadano le obligó a reemplazarlos. Capítulo que prefieren ignorar los que pretenden absolver al actual mandatario y sus colaboradores con el pretexto de las condiciones inusuales que vivimos en los últimos años, especialmente la pandemia provocada por el covid-19. Un razonamiento que sería atendible, y sostenible, si no fuera porque ese período de tragedia para miles de compatriotas fue aprovechado por los inescrupulosos para medrar con el dolor ajeno y aumentar su ya de por sí espuria fortuna. Que caiga sobre ellos todo el peso de la ley y la enérgica condena pública.
La auditoría debe ser rápida, meticulosa y pulcra. Sin resquicios para las chicanas dilatorias. Sus resultados, abiertos a toda la sociedad. Y si los cargos ameritan, deben enviarse a la Fiscalía General del Estado. No debe repetirse lo que ocurrió con una investigación de la época en que Efraín Alegre era ministro de Obras Públicas y Comunicaciones, durante la presidencia de Fernando Lugo, y que fue a dormir la larga siesta de la impunidad. Y la impunidad ya no es opción para nadie. Gran tarea, repetimos, le espera a Santiago Peña. Afortunadamente, sus antecedentes demuestran que está en condiciones de llevar adelante una presidencia ejemplar. Y su mejor recompensa será el reconocimiento de un pueblo tan humillado por gobiernos inútiles y corruptos como, por ejemplo, el que entregará el poder el próximo 15 de agosto. El buen uso de la pluma, para premiar el mérito y la virtud o castigar a los funcionarios infieles, será fundamental para que así sea.