La iracundia, exasperación y arrebatos emocionales, bordeando el delirio a veces, en contra de nuestro diario de parte de algunos periodistas y sus cadenas mediáticas, de adversarios y enemigos de nuestra línea editorial, tienen una explicación muy sencilla. A sus puntos de vista antepusimos nuestra visión de la realidad, la otra cara de los hechos que ocultan deliberadamente, frustrando sus fascistas pretensiones de construir un relato único, universalmente válido, para influenciar en el público –sobre todo en los electores–, de acuerdo con sus propias conveniencias empresariales y políticas. Ese contraste de los acontecimientos es lo que les enfurece, porque les disputamos en su mismo territorio a quienes fatuamente se autonombraron propietarios de la verdad. Una “verdad” que no es sino la simple expresión de sus deseos, manipulando las noticias y las opiniones según sus tirrias personales o entonando la melodía que es agradable a los oídos de sus patrones de turno.
Estos irritados militantes de la farsa y la impostura, de selectivo cristal en el momento de enjuiciar, quedaron desnudos ante la opinión ciudadana por su complicidad con un Gobierno que se contaminó de corrupción, guardando un obediente silencio impuesto por los propietarios de los medios en que escriben o hablan. Todas las publicaciones del mundo se caracterizan por su identidad ideológica. Pero la asumen sin ambages ni medias tintas. Eso les diferencia de nuestros enconados críticos locales: quieren vestirse con las ropas de una falsa independencia y una democracia bastardeada desde sus visibles incongruencias, que se manifiestan en la despótica intolerancia de escuchar las razones y los argumentos de los demás. Entonces, recurren al camino de la descalificación, menospreciando el trabajo periodístico de todos aquellos que no sintonizan con sus aberrantes ambiciones de superioridad y se desbarrancan en histéricos exabruptos.
Periodistas (de los que se creen con carteles de “estrellas”) de las cadenas de Natalia Zuccolillo y Antonio J. Vierci y políticos de la Concertación Nacional opositora hablan el mismo lenguaje de odio y resentimiento hacia todos aquellos que tienen la facultad racional de pensar diferente. En medio de ellos, nosotros, los trabajadores de este diario, procuramos elevar lo más alto posible la antorcha de la libertad de pensamiento. Un engreído informador, de complejos napoleónicos, desde hace meses trata desaforadamente de instalar que él no lee “a los sicarios del cartismo”. Nos parece bien. Nadie está obligado a leer lo que no quiere. Ni a leer siquiera. Siempre aparece un hilo conductor que delata la gustosa complicidad entre estos sectores. El presidente de la República, Mario Abdo Benítez, a días de su catastrófica derrota en las internas coloradas del pasado 18 de diciembre, afirmaba que los periodistas de este medio somos pagados con “la plata del crimen organizado”. Efraín Alegre, candidato de la Concertación para las elecciones generales del 30 de abril, no oculta su escozor y se rasca hacia afuera en las páginas de su exclusivo diario Abc Color: “Los medios (del Grupo Cartes) yo digo que son del crimen organizado porque están financiados con el dinero sucio”. Les duele, al parecer, que se les evidencia sus imposturas éticas y sus desenfrenos verbales para tratar de calafatear hasta el último día a uno de los gobiernos más corruptos de nuestra historia. Fueron y siguen siendo cómplices de esta administración. Y piensan que van a emerger de ese estercolero gratuitamente. Sin costos.
Entre risas nerviosas y algunas agresiones semánticas, el candidato número 45 para la Cámara de Senadores por el Partido Encuentro Nacional (PEN), Bruno Defelippe, también esposo de la aspirante a la vicepresidencia de la República, Soledad Núñez, haciendo dupla con Efraín Alegre, tuvo un momento de honesta confesión durante una entrevista en televisión de la cadena de Abc. “Habría que prohibir”, sentenció, refiriéndose a nuestro diario, alegando que las encuestas que se publican en nuestro medio “distorsionan totalmente la opinión pública con mentiras; son truchas, hechas a medida, que no tienen validez científica, técnica”. A lo que inmediatamente el entrevistador, cuya opinión está sujeta al lugar en donde está ejerciendo la profesión –es famoso por eso–, intervino para hacer “una pregunta muy misteriosa: vos debés ser una de las cuatro o cinco últimas personas que lee ese medio de comunicación”. Y su invitado, ni parco ni corto, respondió con indisimulada soberbia: “No, yo no leo, solamente recibo las tapas de todos los diarios, lamentablemente”. Y remató: “Habría que prohibir”. “Prohibir, no, ese (nuestro diario) se cayó solo”, añade el hombre de prensa. Y trata de rectificar, para peor, el señor Defelippe: “Sabés lo que hay que prohibir: que los grupos que se meten en política tengan sus medios de comunicación propios”. Confirmado está que tiene la censura a flor de labios. Le salió del alma la palabra “prohibir” dos veces al hilo.
No sabemos la formación que tiene el candidato número 45 del PEN para descalificar las encuestas que, aclaramos de paso, no fueron ordenadas por nosotros. Quien asegura que no nos lee, pero que se preocupa por lo que publicamos. Y el entrevistador, si no tocara de oído esta profesión, sabría que, hace más de cuatro décadas, la “Sociología de Comunicación de Masas”, mediante muestras empíricas, determinó que la influencia inmediata de los medios sobre el gran público es cada vez más decreciente. Que las informaciones pasan por el tamiz de los líderes de opinión (políticos, sociales, empresariales), quienes son, finalmente, los que tienen una autoridad directa sobre sus respectivos ámbitos sectoriales. Eso, también, pasa en las redes, donde cada uno defiende posiciones asumidas de antemano. Y, en último caso, sirven para reafirmarlas.
Al menos, hasta ahora. Nosotros continuaremos con nuestra misión, a pesar de las amenazas de los fascistas y la simulada ironía de los mediocres e improvisados. La verdad y la credibilidad son dos categorías que están fuera de nosotros. A la primera hay que aproximarnos con las herramientas de la veracidad. La segunda es una distinción que otorga la gente. No hay grandes secretos para complicarnos tanto.