En su idealizada concepción la política es defi­nida a partir de su imperativo ético: el bien común. Esto es, la disposición de los mejores recursos del Estado, hombres e instituciones para alcanzar el bienestar colectivo, cultural y econó­mico. Para ello es imprescindible la correcta formula­ción y aplicación de los derechos sociales que contri­buyan a ir achicando la degradante brecha que divide a los muy ricos de los muy pobres. Estamos hablando expresamente de derechos sociales y no de caridad o filantropía. En nuestro país, de acuerdo con un intere­sante cual revelador trabajo de investigación del Ins­tituto Nacional de Estadísticas (INE), en los últimos años, algunas personas no probaron bocado alguno durante todo el día; es decir, pasaron hambre. Una situación desgarradora que pareciera no importarle a mucha gente. En la mayoría de los medios de comuni­cación solo hubo alusión a las cifras, pero sin que nadie insistiera en profundizar este lacerante drama. Es que nos perdemos en la intensidad del inmediatismo y en la vorágine de lo más nuevo. El aluvión de informaciones frescas termina por sepultar las cuestiones que debe­rían movilizar la sensibilidad de expertos y profesio­nales para encontrar una solución urgente y sustenta­ble. Pero no solamente la rápida sucesión de los hechos contribuye para invisibilizar estos temas, sino también la interminable carrera electoral de la cual ciertos diri­gentes no descabalgan nunca. A esta frenética y deses­peraba ambición debemos añadir que nunca aportan ideas. Apenas diatribas, denostaciones y vituperios.

En la obsesión por llegar a la Presidencia de la Repú­blica muchos dirigentes de todos los partidos políti­cos han renunciado a toda forma de pensamiento crí­tico para evaluar las crisis de impostergable solución. Como el desempleo, la pobreza extrema, una educa­ción deficiente y un sistema de salud colapsado hasta en sus demandas más básicas. Son liderazgos ficti­cios, cuyos fundamentos programáticos se limitan a la denuncia, sin ninguna propuesta de solución. Por esa vía llegó al Palacio de López el actual presidente de la República, Mario Abdo Benítez. Una vez en el poder, nunca entendió cuál era su misión. Consecuen­temente, no pudo ejecutarla, salvo dentro de aque­llos estándares protocolares imposibles de evadir. Luego, dejó que lo manejara la inercia. Se encaramó a la balsa de la improvisación y dejó que lo arrastrara la corriente. Al final de su mandato, por la contunden­cia de los números, el juicio imposible de refutar ten­drá como sentencia de que fueron cinco años perdidos. Nunca se dejó ayudar por los que realmente saben y se rodeó de curanderos, charlatanes, mediocres y codi­ciosos, sin más afán que el lucro personal y familiar. El bien común nunca sonó más utópico. La frase solo sir­vió para rellenar los huecos de los discursos insípidos, insultantes (para sus adversarios) y sin ninguna cohe­rencia con el arte de gobernar. En síntesis, continuó con el electoralismo desde el Gobierno.

La política, en su consideración práctica, es concebida como acceso y permanencia en el poder. Pero no en las zonas intermedias, sino apuntando directamente al Poder Ejecutivo, como es nuestro caso. Aunque los más cínicos argumentan que primero hay que llegar al poder para cumplir con sus visiones y acciones pro­gramáticas, por lo general, estas nunca son explica­das en los días calientes de los procesos electorales. Ausencias que son suplidas con el petardeo, los juegos pirotécnicos y el tiroteo a discreción en contra de sus oponentes. Pero los electores cada vez compran menos ruido y reclaman mayores ideas. Realistas, rigurosas, convincentes. El candidato presidencial por la Con­certación Nacional opositora, Efraín Alegre, no ha presentado una sola propuesta que pueda ser evaluada en su contenido y seriedad. No pocas veces, o reitera­das veces, el disparate se hace presente. Profundas contradicciones que denotan las debilidades intelec­tuales que, a diario y a cada paso, van dejando las hue­llas de las inconsistencias discursivas de quien pug­nará por tercera vez consecutiva por la Presidencia de la República.

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Las locuras de Efraín Alegre son fácilmente percep­tibles. Ni hay necesidad de escarbar mucho. Solo es cuestión de seguir el hilo de sus discursos. Está en una sucesión constante de disparates. Hace poco feli­citaba a Luiz Inácio Lula da Silva al asumir su tercer período presidencial al frente de la República Fede­rativa del Brasil, calificándolo como “el mejor presi­dente de su país” y con el que sueña trabajar juntos para “traer al continente un nuevo tiempo de unión y justicia social”. Sin embargo, apenas unos días des­pués, cegado por su odio encarnado hacia el nuevo pre­sidente de la Junta de Gobierno del Partido Colorado, Horacio Cartes, sumó a su lista un nuevo derrape emo­cional. Afirmó que, de ganar Santiago Peña, candidato oficial de la Asociación Nacional Republicana, “Car­tes va a cambiar sus problemas con la ley en el Bra­sil a costa de los intereses del Paraguay en Itaipú”. O sea, si algún atisbo de realidad tuviera su tilinga con­clusión, Lula, a quien hace días nomás elogiaba, se va a prestar a ese “intercambio”. Tanta es su impoten­cia, que terminó menospreciando al mandatario del vecino país. Además, los supuestos “problemas” a los que alude ya fueron suficientemente aclarados por los abogados del ex presidente de la República. Pero su rayadura mental no se detiene: “Va a negociar (Cartes) con los Estados Unidos a costa de Paraguay; por eso, entonces, necesita de una manera desesperada tomar el poder, pero no a favor de la gente, sino para salvarse de sus delitos”. Suponemos que el señor Marc Ost­field estará muy arrepentido de haberlo invitado a la Embajada de los EEUU en nuestro país. Aunque habrá sido un tiempo importante para evaluar sicológica­mente a quien aspira ser presidente de la República del Paraguay por la Concertación Nacional opositora. La novela se redacta sola.

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