Aunque sea una obviedad repetirlo, la lucha contra la corrupción –la descomposición moral que permea todas las capas sociales e institucionales de nuestro país– no tendrá ninguna efectividad mientras se siga parcelando responsabilidades y apuntando con el índice acusador solamente a los adversarios políticos o sectoriales. La basura siempre está en el patio ajeno. Acorde a las homilías en la festividad de la Virgen de Caacupé de días atrás, podemos decir que, en términos de referencias bíblicas, constantemente estamos mirando la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro. La omisión es, también, una forma de irrespetar la libertad de expresión. Aunque garantizada la libertad de prensa que es inherente a los medios de comunicación y a los periodistas, se evade uno de los mandamientos fundamentales de esta profesión: el derecho del pueblo a estar informado. Cuando los hechos se parcelan intencionalmente, el objetivo claro es que se pretende fragmentar los juicios críticos del público. Así se evidencia el propósito de las cadenas mediáticas lideradas por Natalia Zuccolillo (heredera del imperio construido por su padre, Aldo Zuccolillo, durante la dictadura de Alfredo Stroessner) y Antonio J. Vierci, quien armó fortuna con mecanismos de importación de dudosa legitimidad. Ambos grupos consideran que el mensaje central de monseñor Ricardo Valenzuela, obispo de la diócesis de Caacupé, estaba dirigido exclusivamente al Ministerio Público y al Poder Judicial en la necesidad de “liberarlos de los poderes fácticos”. Es una estrategia, no tan solapada, para distraer la atención ciudadana de los graves cargos del prelado hacia el Gobierno. Un gobierno cuyo grado de corrupción solo podrá ser cuantificable con la nueva administración que asuma el próximo 15 de agosto del 2023. Una corrupción de la que estos conglomerados mediáticos son directamente cómplices por su interesado silencio.
Ignoraron, repetimos, la advertencia de una “debacle económica” y que “no nos parece prudente hacer préstamos y más préstamos y aprobar, deliberadamente, un presupuesto deficitario; gastos y más gastos sin tener aún con qué pagar”. Obviaron la parte que subrayaba que “el panorama sombrío de nuestra economía apunta directamente a la quiebra, con toda la consecuencia que se puede derivar”. Tampoco mereció grandes titulares, apenas algunas apostillas, el ataque directo al poder administrador: “No pocas autoridades usan y abusan del poder circunstancial que se les otorga y se creen poderosos e inamovibles; no tienen temor de Dios o actúan como si Dios no existiese. No queremos más autoridades corruptas que, sin pudor, expolian a gente indefensa, sumando y haciendo crecer su riqueza malhabida. Queremos autoridades que sirvan al pueblo y no que se sirvan del pueblo. Autoridades que no pisoteen a los pobres de la tierra”. Esa es la parte de la película que fue censurada por ser una crítica obscena al gobierno del presidente de la República, Mario Abdo Benítez.
Aunque nuestra Constitución Nacional no considera la confesión religiosa como un requisito a la hora de elegir a sus autoridades (puede, incluso, ser un ateo), son las propias autoridades las que permanentemente invocan al Dios cristiano y a su palabra revelada en el libro sagrado que conocemos como La Biblia. Pero no lo hacen por la convicción de los genuinos creyentes, sino para presentarse con su mascarada de hipócritas ante un pueblo que es mayoritariamente católico. Usan la palabra de Dios para sus perversos fines políticos. Eso lo venimos viendo desde la época de la presidencia de Nicanor Duarte Frutos, quien iba los domingos a los cultos de una iglesia evangélica, pero que fustigaba de lunes a sábado a sus adversarios con desquiciada devoción. Pero volviendo a la razón de este párrafo. Hace varios años, el papa Benedicto XVI denunciaba que los políticos habían desterrado a Dios de la vida pública. Y tiene razón. Si miramos hoy en nuestro país el grado de corrupción a que está siendo sometido el Estado por parte de los gobernantes que a diario invocan a Dios y se ufanan de leer La Biblia, solo podemos reiterar que la anterior máxima autoridad de la Iglesia católica tenía razón.
Al parecer, para los medios aliados al Gobierno no era oportuno reproducir la voz de alerta de monseñor Ricardo Valenzuela: “Los cristianos estamos llamados a elegir a autoridades que tengan una mínima credibilidad, que sean patriotas, que su historia de vida refleje el espíritu de servicio y que cimente su programa en un proyecto sólido, sostenible, basado en el bien común, en la trasparencia”. Por simple descarte, al promocionar estas palabras, el lector podrá percatarse de que este gobierno no tiene entre sus prioridades ni el bien común ni la trasparencia.
En el lenguaje llano, común, entendible a nivel popular, la calificación de autoridades recae con mayor peso en el Poder Ejecutivo. Así lo comprende la gente sencilla. De modo que las omisiones de los medios amigos también tenían muy claras esas apreciaciones conceptuales. Por eso quisieron atraer la atención únicamente hacia el Ministerio Público y la Corte Suprema de Justicia. Se “olvidaron” del Ejecutivo. Quienes hoy claman a las divinidades exigiendo libertad de expresión no tuvieron empacho alguno en violarla por medio de la omisión cómplice. En todo el mundo, los medios asumen siempre posiciones políticas. Lo trágico es que en nuestro país algunos tratan de demostrar una fingida independencia mientras se acuestan con el gobierno de turno.