Si los gobernantes fueran los únicos rostros para evaluar el desarrollo cultural de un país, nosotros estaríamos calificados como una sociedad prehistórica. Como mínimo, primitiva. Una que todavía busca explicaciones sobrenaturales a los fenómenos que no puede comprender. Esa es la penosa impresión que habrá causado el presidente de la República, Mario Abdo Benítez, en sus últimas intervenciones internacionales como jefe de Estado. Tanto en su paupérrima participación en la 77ª Asamblea General de las Naciones Unidas, como en su raquítica conferencia en la Universidad Internacional de Florida, en Miami, el mandatario arrastró su consabida mediocridad. La que, definitivamente, no es de exclusiva responsabilidad del mandatario, sino de aquellos asesores que tuvieron a su cargo redactar estos discursos que debieron centrarse enfáticamente en ubicar al Paraguay en el contexto universal, orientarse hacia los grandes conflictos que afligen al mundo y nuestra contribución para enfrentarlos con posibilidades de éxito. Sin olvidar, claro está, nuestras esenciales particularidades. Pero no. En ambos foros expuso una mentalidad aldeana y las miserabilidades de un internismo partidario que solo interesa a un sector de nuestra comunidad, aunque intentó vanamente presentarlo como una política de alcance global.
Estamos, en síntesis, ante uno de los gobiernos intelectualmente más deslucidos e incompetentes de toda la transición democrática. Y, naturalmente, el más corrupto. Opinión en la que existe una casi absoluta coincidencia. Ese “casi” está conformado, por razones entendibles, por el círculo del poder, los partidos copartícipes del latrocinio y las cadenas mediáticas de Natalia Zuccolillo y Antonio A. Vierci, unidos todos por los negocios con el Estado y su odio común al líder del movimiento Honor Colorado, Horacio Cartes.
Mientras algunos presidentes latinoamericanos daban cátedra de oratoria acorde a las circunstancias, el señor Abdo Benítez confundió el recinto de la ONU con el Congreso de la Nación. A diferencia de los primeros que instalaron sus discursos desde una particular cosmovisión, su reivindicación identitaria, sus conflictos heredados y una loable autocrítica, nuestro mandatario buscó, como siempre lo hace, trasladar a otros la responsabilidad de su rotundo fracaso como gobernante.
“No se puede hablar de iniciativas globales para erradicar la pobreza –argumentó– cuando nuestras economías se ven contaminadas por ganancias provenientes de actividades ilícitas”. Punto clave que reconoce, sin proponerse, que estamos en presencia de un Estado fallido. Y esa es su carga y no de otro. De su torpeza a la hora de elegir a sus colaboradores, de su terquedad para mantener en su Gabinete a personas demostradamente corruptas, de su complicidad con aquellos funcionarios que continúan hasta hoy estafando las esperanzas del pueblo, mientras engrosan su patrimonio personal y familiar.
La lucha contra la pobreza es una lucha que se encara desde el Estado con todas las poderosas herramientas que posee para el cumplimiento de sus fines. La lucha contra el crimen organizado es una lucha que debe enfrentar el Estado con firmeza y responsabilidad. Durante estos últimos cuatro años, por su alto grado de corrupción, este gobierno perdió credibilidad y fuerza para llevar adelante cualquier proyecto que pudiera promover una consolidación de las instituciones republicanas, un crecimiento económico inclusivo y un sostenido desarrollo humano y social. No tuvo un mínimo gesto de grandeza para invocar la cooperación internacional que ayude a encontrar a los secuestrados en manos del grupo criminal Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP). Reiteramos, el Presidente y su gobierno han fracasado en todos los frentes. A los burócratas de la ONU no les pasará desapercibido las constantes reivindicaciones del mandatario de la dictadura de Alfredo Stroessner. Por eso habló ante un auditorio bien raleado.
Y, para colmo de males, completa su deambular errático y tragicómico en la Universidad Internacional de Florida (Miami), con un discurso que debió ser académico, pero que se redujo a jactarse de los presuntos logros de su gobierno, incluyendo kilometrajes –nunca demostrados– de rutas asfaltadas y el cacareo de que va a dejar un país mejor del que recibió. Por supuesto, ignoró los más de 19 mil muertos por la pandemia a causa de chambonadas, incompetencia y corrupción de parte de su gobierno. Y, también, el aumento de la pobreza extrema en el último año, de acuerdo con datos del gubernamental Instituto Nacional de Estadística (INE).
Lo único rescatable de su intervención ante la ONU es que se despidió de la comunidad internacional con este su último discurso. El Presidente llevó al plano global su intrascendente paso por la vida pública y el gobierno nacional. Y ni siquiera en la agonía de su régimen pudo superar la liviandad que le caracteriza a él, a su entorno y a sus asesores. Lo positivo, sin embargo, es que ya se están yendo.