Los discursos de los dirigentes del oficia­lismo, esto es, los alineados al Gobierno, asumen tonalidades cada vez más pin­torescas, para no decir desquiciadas. Hay como una suerte de desajuste de tuercas que impide la coherencia interna de sus expresiones proselitistas que, a su vez, dificulta la compren­sión del mensaje expuesto. Son palabras sueltas y huecas que no encuentran la apropiada devo­lución del público. Sus receptores se mantienen inmunes a los disparatados recursos de quie­nes empiezan a gatillar con la angustia de quie­nes avizoran su inminente derrota electoral. Están, entonces, como en un balanceo perma­nente desde la cornisa de la azotea, al borde del abismo, sin que puedan mantener el equilibrio. Mirar hacia la hostil llanura, cada vez más cerca, les marea y aterra. Alejados del punto central de la razón, bordean los límites de la cordura. Lite­ralmente. Nada de sentido figurado o metafó­rico. Tienen los espíritus perturbados porque les devora el deseo irrefrenable de continuar acre­centando sus fortunas con recursos desviados de sus fines, gozar de una vida muelle con dinero público, por un lado y, por el otro, el temor de res­ponder por sus actos de corrupción ante la Jus­ticia. Cualquiera sea el nuevo presidente de la República que asuma el 15 de agosto del 2023, que, definitivamente, no será Hugo Velázquez, el candidato del mandatario, Mario Abdo Benítez, tendrá que ordenar una profunda investigación y una auditoría externa en todas las secretarías, ministerios, entes autárquicos y binacionales, para que la ciudadanía pueda recuperar la credi­bilidad hoy perdida hacia las autoridades.

Queriendo desviar la atención de los gran­des negociados que beneficiaron a familiares y parientes políticos, alevosas inmoralidades administrativas en plena pandemia, robo des­carado al sistema de salud, hasta hoy muy pre­cario, el presidente de la República se convirtió últimamente en fiscal, juez y verdugo de sus ene­migos políticos –utilizando el lenguaje asumido por su equipo–, garabatea insulsos e insípidos discursos que ya no tienen eco alguno entre sus propios prosélitos. Su gobierno ha vaciado siste­máticamente las arcas del Estado, con su contra­partida trágica de 19.289 fallecidos por su inca­pacidad para enfrentar al covid-19. Incapacidad que fue solo superada por su voracidad para enriquecerse a costa de la desgracia del prójimo. Si la miserabilidad tuviera algún pico máximo, el Presidente y su círculo de delincuentes llega­ron a la cumbre.

El otro que anda muy exaltado, más descontro­lado que lo normal, es el director de Yacyretá, Nicanor Duarte Frutos. Queriendo manipular la inmisericorde persecución a los trabajadores públicos que no están sujetos a la línea del pro­yecto oficialista, despojando a sus hijos del pan diario, sin ningún miramiento, corrupto hasta la médula e inescrupuloso hasta los tuétanos, orondamente, se refiere a políticas, posturas y decisiones internacionales, como si ellas tuvie­ran incidencia en el manejo del Estado para­guayo y el despido sin contemplaciones de todas aquellas personas, cada vez mayor, que demues­tran su preferencia por los precandidatos del movimiento Honor Colorado. Sus discursos, lejos de tener algún impacto, causan la completa y enérgica repulsa ciudadana. No solo porque miente con descaro y cinismo, sino porque el pueblo conoce perfectamente a quién los pro­nuncia: alguien que no puede justificar su cuan­tiosa fortuna de inconfesable procedencia.

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Pero, cuando más agrede el pudor es al alu­dir al crimen organizado y su incidencia como freno para las inversiones extranjeras. “¿Quié­nes van a venir al Paraguay para que nuestros hijos tengan empleo?”, se preguntó. Y, en reali­dad, ni los hijos del vicepresidente y aspirante presidencial, Hugo Velázquez, ni los descen­dientes directos de Duarte Frutos necesitaron de empresas privadas para conseguir “trabajo”. Algunos están bien remunerados en las bina­cionales. Otros, incluso, siguen viviendo bajo la tutela de sus padres, sin conocer el sacrificio de mojar la frente de sudor para ganarse el pan dia­rio. En su inestabilidad discursiva, muy patente en el último acto donde habló, Duarte Frutos atacó furibundamente al sector privado, todo para denostar a Horacio Cartes, sin percatarse de que estaba sentado a su lado, en primera fila, uno de los empresarios más beneficiados por este gobierno, Luis Alberto Pettengill Vacca. El descontrol del ex presidente de la República se vuelve cada día más acelerado y delirante.

Son estas verdades las que quiere disimular el oficialismo bajo la turba vocinglera de sus paniaguados y planilleros. Sus hijos viven con “dignidad”. No así los hijos del pueblo. Menos aún aquellos cuyos padres perdieron sus empleos y fueron echados a la calle por culpa de la intolerancia de quienes solo quieren imponer sus candidatos a la fuerza y a espaldas del calor popular. De quienes no aceptan que la demo­cracia es respetar las diferencias y los pun­tos de vista divergentes. Por fortuna, ya se les acaba el tiempo. Dentro de poco, todas las ins­tituciones públicas volverán a funcionar en el marco del Estado de derecho, de la trasparen­cia y de la honestidad.

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