El Gobierno ha caído en la última escala de la misera­bilidad humana. Está des­tituyendo a funcionarios públicos por la sola razón de pertene­cer a movimientos políticos diferen­tes al proyecto oficialista que precan­didata a Hugo Velázquez a la primera magistratura de la nación. Los más golpeados estaban conformados por el personal de blanco: médicos y enfermeras. Según denuncias, igua­les procedimientos están utilizando en el Servicio Nacional de Promo­ción Profesional (SNPP), el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) y el Ministerio del Desarrollo (MD). La intolerancia alcanzó, también, a las binacionales Itaipú y Yacyretá. En la primera entidad, uno de los casos más conocidos afectó a un trabaja­dor que fue despedido por publicar en las redes su preferencia electoral. En la otra, hace rato que empezó una práctica de amedrentamiento y cesa­ción de contratos del personal que no estaba en sintonía con el oficia­lismo. Lo peor es que se autoprocla­man grandes dirigentes del Partido Colorado, pero, a la hora de la verdad, ignorarán a los postulados esenciales de su propia asociación política, para convertirse en testaferros de sus pro­pios deleznables intereses. Hom­bres sin conciencia que siguen ama­sando fortunas a costa de aumentar la pobreza y la pobreza extrema de nuestra gente.

Los despidos son señales claras de desesperación. Desesperación por­que los números y el termómetro de las calles anuncian una devastadora derrota de los candidatos proguber­nistas. Desesperación porque son personas que no conocen otra forma de vida que no sea apoderarse de los recursos públicos en grado de vora­cidad y codicia. Y desesperación que se vuelve asfixiante angustia porque saben que no hicieron bien sus debe­res. Que hubo despilfarros y desvíos de fondos. Que muchas páginas de balances nunca podrán ser cuadra­das. Los abusos más groseros se evi­dencian en Yacyretá, cuyos gastos sociales nunca se hicieron públicos, ni las distorsiones contractuales de las órdenes de compra. Las denuncias verbales de los propios funcionarios son cada vez más escandalosas. Que está financiando hasta un periódico digital para elogiar al jefe de Estado y ensalzar al director lado paraguayo, Nicanor Duarte Frutos. Nunca una institución pública fue tan degradada y sus trabajadores tan denigrados. Ni en la época de la dictadura estro­nista.

El pútrido olor de la corrupción emana de todas las esferas públicas. No hay un solo lugar sano. Autoenga­ñados de que tendrían algunas chan­ces de salir victoriosos el próximo 18 de diciembre en las internas de la Asociación Nacional Republicana, a pesar de la contundencia de los números, no terminan de bastardear los recursos del pueblo. Se creen pro­pietarios del Estado y que las insti­tuciones son botines de guerra. Y lo más repudiable, tan repudiable que asquea, es que pronuncian discursos en que proclaman la moral, los valo­res y los principios políticos que no practican ni por casualidad.

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Aunque en el microclima del poder, en la burbuja de Mburuvicha Róga, tratan de animarse unos a otros, en la intimidad de sus pensamientos saben que la victoria es cada vez más remota y la derrota cada vez más segura. Por eso las persecuciones, por eso el robo descarado y apurado para apoderarse de todo cuanto pue­dan, para enfrentar la dura y triste vida futura fuera del poder y para los costos que demandarán las irrever­sibles denuncias ante la Justicia por corrupción, malversación de fondos y enriquecimiento ilícito de muchos integrantes de este gobierno. La ciudadanía se hartó de la impuni­dad y de la periódica utilización del Estado para el provecho particu­lar y no para promover el bienestar colectivo.

Si volvemos siempre sobre la nece­sidad de erradicar corrupción, con insistencia monotemática, es por­que no podemos seguir siendo un país rico con gente pobre. Un país donde en algunas familias se pasa hambre, según el propio diagnóstico oficial. Un diagnóstico que no pudo ser alterado, ocultado y maquillado porque fueron encuestas realizadas en forma conjunta con organismos internacionales. El fin de la impuni­dad es el único camino viable para que la corrupción deje de conver­tirse en el flagelo que azota nuestro cuerpo social con saña y premedita­ción. Como dice aquel eslogan que se volvió famoso en los últimos tiempos: “Si los gobernantes no roban, habrá comida para todos”.

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